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Dios y el mal: felicidad y melancolía

Dios y el mal: felicidad y melancolía

La presencia cruda del mal y de la infelicidad contrasta con la presencia benéfica del bien y de la felicidad. Desde una aproximación hermenéutica de carácter simbólico, el silencio de Dios representa para el humanista un vacío ético y un nihilismo desbordante. Así, el vacío de Dios y su ausencia se conciben como un hueco axiológico, una potencia abierta y lacerada; una realidad surreal que ahoga al hombre. Por Andrés Ortiz Osés.

Dios y el mal: felicidad y melancolía

Podemos hablar del mal, sea como indiferencia al otro desamparado, sea como desamor ante su miseria sea como rencor o envidia, considerada por cierto esta última como nuestro tradicional vicio nacional.

Curiosamente la típica/tópica envidia hispánica no se encelaría por lo que el otro hace o aporta, sino por lo que no hace, o sea, por lo que ha conseguido sin trabajar, por lo que ha trabajado para no trabajar y, en definitiva, por la apariencia de ser que aparenta ante el otro precisamente para ser envidiado.

De donde se deduce que nuestra envidia provendría de un autóctono estilo mediterráneo consistente en el castizo deseo de aparentar para dar envidia, olvidando así que la compasión podría evitarla [1].

Sírvanos esta leve indicación para poner de manifiesto desde ya la compresencia del mal y su negatividad junto al bien y su positividad, ya que aquel no es sino el revés de este. Por otra parte, el mal moral o cultural que comparece en el hombre es el reflejo humano del mal natural que emerge de la propia naturaleza. Quede aquí esbozada la cuestión del mal como contrapunto agudo del bien, una cuestión sin duda abrupta.

Mas a pesar de todos los esfuerzos propios y ajenos la cuestión del mal (radical) resulta irresoluble: pero acaso precisamente la conciencia de la no resolución plena del mal lo haga más “vulnerable”, al hacernos más precavidos y radicales, de modo que al radicalizar el mal nos radicalizamos en su diagnóstico y prevención, en su evitación posible, en su remediación factible y finalmente en su más adecuada asunción ineludible.

Ha sido el humanista George Steiner entre tantos otros quien, ante el mal abrumador que rodea al hombre en el mundo, ha reivindicado el “silencio de Dios” como salida piadosa a semejante impasse catastrófico.

El silencio de Dios representa para el humanista un vacío exigitivo éticamente y un nihilismo desbordante simbólicamente. Pues el autor coloca la ausencia de Dios “en relación con la tristeza, con el abismo que hay en el centro mismo del amor”. Así el vacío de Dios y su ausencia (presente) se conciben como la presencia (ausente) del amor en el mundo humano, o sea, como un hueco axiológico, una potencia abierta y lacerada, una realidad surreal [2].

Sí, el enigma del ser encuentra su simbólica más profunda en el enigma del amor, presidido por un anhelo oscuro, el deseo turbulento y una apertura al infinito desde la finitud lacerante y lacerada.

El Dios implicado

Pero mucho más radical que el judío G. Steiner, ilustrado y anarcoplatónico, se muestra el autor bíblico del impresionante Salmo 88, en el que la ausencia de Dios es recriminada agriamente por el salmista, identificado con el mal radical de la finitud, la contingencia y la muerte (los exegetas hablan de una enfermedad incurable, quizás la lepra).

En el salmo más negro de la Biblia, su denegrido autor grita su negrura frente a Yahvé, que no atiende su súplica y lo abandona en las tinieblas. En este contexto de fe oscura el atribulado se autopresenta como encerrado y enclaustrado, obstruido y obturado, en una angostura propia de la angustia existencial.

Mas lo más llamativo del salmo es que en su radical protesta contra un Dios abandonador, se le acaba acusando de ser el causante del sufrimiento, el cual no se debe al propio pecado sino al desamparo de un tal Dios desamparador, más aún, sordo e incompasible, destacando no sólo su ausencia irracional sino incluso su presencia hostil:

Oh Yahvé, mi Dios salvador,
a ti clamo noche y día.

Porque estoy harto de males,
con la vida al borde del sepulcro;
contado entre los que bajan a la fosa,
soy como un hombre acabado:
relegado entre los muertos.

Me has echado en la fosa profunda,
en medio de tinieblas abismales;
arrastro el peso de tu furor,
me hundes con todas tus olas.
Has alejado de mí a mis conocidos,
me has hecho para ellos un horror.

Cerrado estoy y sin salida,
mis ojos se consumen por la pena.
¿Por qué Yahvé rechazas mi alma
y ocultas tu rostro lejos de mí?
Desdichado y enfermo desde mi infancia
he soportado tus terrores, no puedo más.

Tu furor ha pasado sobre mí,
tus espantos me han aniquilado.
Me anegan como el agua todo el día,
se aprietan contra mí todos a una.

Has alejado a compañeros y amigos
y son mi compañía las tinieblas [3].

En el corazón del salmo hay una expresión que sintetiza la extrema aflicción del siervo de Yahvé: estoy clausurado y confinado, aprisionado y sin escapatoria (clausus sum, traduce expresivamente la Vulgata el término hebreo oclusivo/ocluyente).

Los exégetas o especialistas remarcan la importancia en el salmo de las tinieblas que recorren todo el itinerario doloroso –via crucis- del salmo, y con ellas culmina el último versículo. Nos las habemos bíblicamente con las tinieblas que reaparecen de nuevo en la muerte de Jesús en el Gólgota, cuando este grita también a Dios por qué lo ha abandonado in extremis [4].

Hay un relato oriental de un maestro liberado que es apaleado por unos bandoleros hasta la muerte. Lo intrigante del caso es que el maestro búdico no se contuvo ni se dominó, no aceptó los golpes ni se sometió, sino que gritó hasta la extenuación en su martirio. Mas el relato concluye que el monje alcanzó la iluminación precisamente a través de sus gritos, así pues gritando y no silenciando, expresando y no reprimiendo, acusando el golpe y no masoquistamente.

De modo que nos confrontamos a la situación-límite de la muerte sintomáticamente desamparada de/por la divinidad. Por ello en el nuevo comentario bíblico internacional se llega a hablar de un “Dios adversario”, que incluso ha aterrorizado a su fiel, abrumándolo con un oleaje tempestuoso y rechazando su alma en vilo, envilecida por el sufrimiento: en donde el Dios de la vida parece impotente ante la muerte, más aún, permite que la muerte anegue al hombre definitivamente [5].

Sólo otro judío contemporáneo –Paul Celan- podía volver a expresar esta vivencia ambivalente de un Dios a la vez afirmado y denegado, celebrado (a favor de su amparo) y en contra (de su desamparo):

Seas alabado, gran Nadie,
Por ti queremos florecer
Y contra ti
[6].

Reflexión medial

Aquí nos interesa señalar la compresencia de un mal que en su radicalidad resulta asociado a la propia divinidad así coimplicada, atravesada o traspasada por él. Lo cual remite al mal radical asumido en la crucifixión de Jesús no ya como un accidente, sino como la accidentación de la propia divinidad en el mundo. En donde el mismo mal quedaría crucificado y traspasado o transmutado en la resurrección (para el cristiano).

Cabría decir que Dios es el bien pero contiene el mal, y precisamente en su contención confía el creyente. De este modo la potencia divina aparece como una potencia sacrificada, en cuyo sacrificio no sólo se purifica el bien respecto a su abstracción o desimplicación al encarnarse o implicarse, sino también se purifica el mal al traspasar por el fuego del amor divino en dicha encarnación.

En ambos casos se trata de la visión de un Dios crucificado, explícita en el cristianismo, y por lo tanto de un Dios implicado, en el doble sentido ontológico y moral, real y jurídico. Pues de acuerdo con el salmo 88, Dios es el responsable de nuestra situación radical: aquí radicaría la “cruz” de su existencia real y de su realidad surreal [7].

Ante la conciencia planetaria de un mundo que flota solitario y abandonado a su suerte en medio de constelaciones y galaxias inmensas, el hombre consciente se ve abocado a cierta melancolía. La melancolía expresa románticamente un tiempo que huye y se pierde vertiginosamente, por eso busca un espacio barroco en el que el pensamiento oficia el exorcismo del mal a través de la crítica, la ironía y la apertura de nuestra soledad a la otredad.

Parafraseando a W. Benjamin cabe afirmar que el sentido crece paradójicamente ante la negatividad, ya que proyecta la positividad siquiera mentalmente. La melancolía se convierte entonces en melancolía surreal o irónica frente a una realidad opaca. Una tal melancolía irónica o surreal realiza una crítica radical de nuestro mundo, pero evitando todo extremismo, o sea, toda solución heroica: precisamente en nombre de una visión coimplicativa de los extremos para su mutua corrección o correlativización democrática, en pro de una fraternidad ya no utópica sino eutópica o felicitaría [8].

Pero, ¿hay aún tiempo suficiente y espacio adecuado al respecto? ¿No se ha intentado siempre de nuevo una y otra vez con resultados consabidos? ¿No hay un límite ontológico en la naturaleza y en nuestra cultura que impiden su armonía? ¿No acaba la muerte y lo que consignifica con toda esperanza? ¿No es el ser abismático, como la vida y el amor?

En todo caso, nadie ni nada puede (en)cerrarnos ni clausurar nuestro discurso en curso, nadie ni nada puede obturar ni obstruir nuestro vacilante caminar por este mundo: al menos nos queda la apertura a la otredad, el abrimiento tanto en la vida como en la muerte, la entrevisión de un sentido que experimentamos como trascendencia inmanente o inmanencia trascendente, siquiera sea un sentido acorralado por el sinsentido.

En torno a la felicidad

Hay que situar la felicidad humana por encima de la mera animalidad, ya que el animal no es específicamente feliz, aunque algunos de ellos nos hagan tan felices domésticamente. La felicidad no pertenece al reino mineral, vegetal o animal, pero tampoco al reino humano propiamente sino impropiamente. Propiamente la felicidad pertenece al presunto reino de los dioses, ya que sólo el Dios es feliz en su eternidad olímpica o celeste. La felicidad es por lo tanto propiamente divina y sólo impropiamente humana, puesto que el hombre no es feliz sino que obtiene cierta felicidad sólo en cuanto participada de la divinidad.

La felicidad es un atributo de la esencia de los dioses, y la existencia humana sólo puede vivenciarla a través de un rapto o robo de ese tesoro divino. Se trata de un rapto basado en la listeza de la razón, como diría Hegel, pero es un robo hasta cierto punto sacrílego, un acto algo diabólico o demoníaco, una acción titánica o heroica propia de Prometeo. El cual roba el fuego sagrado de los dioses para traerlo al mundo de los hombres, por lo que es castigado por los divinos a causa de su pecado.

Un tal pecado es piedad para con los hombres e impiedad para con los dioses. Por ello la “felicidad humana” comparece paradójicamente como “infelicidad divina”, puesto que se basa en el hurto de una propiedad divina. En efecto, nuestra felicidad mundana se apropia de un atributo del Dios, arrancando así un trozo de eternidad celeste para este mundo terrestre, o bien atrapando una parte de la bienaventuranza divina para este mundo humano. La felicidad humana es la infelicidad divina porque los dioses se sienten hurtados de su poderío y sienten celos del hombre, cuya desmesura (hybris) consideran como el orgullo de querer ser dioses, sintiéndose así estos amenazados en sus tronos supremos [9].

De aquí que los dioses reaccionen culpando al hombre prometeico, que quiere ser feliz como ellos, así como castigando dicha soberbia considerada como titánica o demoníaca. En la mitología griega el heroico Ícaro intenta ascender a los cielos hasta caer vertiginosamente en la tierra; por su partem en la Biblia el arcángel Lucifer acaba siendo el ángel caído por querer ser como Dios, o sea, divino.

Y es que la felicidad humana o infradivina es infelicidad divina, también en el sentido de que los dioses no pueden valorar una felicidad limitada y contingente, finita y cochambrosa, sublunar y decadente. Por eso la felicidad humana resulta infelicidad divina, pero también viceversa: la felicidad divina resulta infelicidad humana porque a menudo aquella lo es a costas/costes de esta (como advirtiera Feuerbach). Pero es que además, la felicidad divina resulta para el hombre abstracta o estatuaria, impasible e imposible, trascendente y almidonada con su típico final feliz a pesar de los avatares de los dioses.

El hecho de no morir, la inmortalidad que es el máximo atributo divino, será vista paradójicamente por el hombre como insoportable, lo mismo que la muerte humana resulta insoportable para los dioses inmortales. Y es que el tiempo y la temporalidad introducen un elemento de aventura, riesgo e incertidumbre que sólo es propia de la felicidad humana, la cual se define así como suerte, azar o fortuna, mientras que el destino del Dios está previsto y asegurado al respecto.

Esto hace que una buena parte de los dioses más antropomórficos se relacione con los humanos así como con las humanas en busca de aventuras no sólo celestes sino terrestres. Y esto hace también, como adujo brillantemente C.G. Jung, que el mismísimo Dios judeocristiano se acabe encarnando para compartir la suerte de la vida humana en este mundo [10].

Así que la felicidad humana es la infelicidad divina, y la felicidad divina es la infelicidad humana. Y, sin embargo, estamos viendo cómo el diálogo entre la felicidad humana y la felicidad divina se halla establecido en los grandes documentos de nuestra cultura tanto mitológicos como religiosos.

De lo dicho podemos sonsacar que el hombre trata de recoger las migajas de una felicidad que es propiamente divina, mientras que los dioses por su parte tratan de relacionarse con los hombres por cuanto ávidos de avatares terrestres, para no aburrirse en su cielo paradisíaco. Incluso los dioses más trascendentes tienen algún tipo de relación con los hombres a través de las revelaciones de aquellos y de las veneraciones de estos.

La consecuencia paradójica de todo ello es que la felicidad humana busca lo que no tiene (lo divino o trascendente), mientras que la felicidad divina busca lo que no tiene (lo humano o mundano, la inmanencia). Algo por otra parte bastante obvio y razonable.

El problema surge a la hora de definir nuestra felicidad humana por su trascendencia o por su inmanencia. La respuesta tradicional (idealista) ha sido definir nuestra felicidad por su trascendencia referida al Dios, mientras que la respuesta clásica materialista define nuestra felicidad por su inmanencia mundana.

Por nuestra parte y tras lo dicho, nosotros mismos situaríamos la felicidad humana como trascendencia inmanente o inmanencia trascendente, al definirla como apertura de la in-felicidad animal a la felicidad divina. Lo cual conlleva la conciencia y asunción de nuestra animalidad, aunque abierta a lo divino o sublime, al cual sólo puede accederse a través de una cierta sublimación capaz de destilar la positividad en el medio terrestre de la negatividad. Pues bien, esta destilación que define la felicidad humana sólo es posible por la libación de lo real que realiza el amor.

La felicidad humana radica en el amor pero dolorosa y sufrientemente, compasivamente. Mientras que los dioses no se aman compasivamente, dada la propia perfección de su naturaleza, la especificidad humana radica en amar compadecientemente, compadecimiento que algunos dioses o semidioses han comprendido a través de su encarnación o humanzación (así Cristo u Orfeo).

El amor humano es la envidia de los dioses compasivos, amor que inmortaliza al hombre al elevarlo y que desinmortaliza al Dios al asumir la condición mortal. En efecto, la muerte que es lo impropio del Dios y lo más propio del hombre, es la que posibilita en última instancia un amor humano o humanizado, encarnado y encarnizado, compasivo y cómplice. Pues la eternidad es un ámbito plastificado, y el no poder morir equivale a no poder amar: humanamente.

El amor humano es el amor al hombre (infeliz) y no al Dios (feliz). Por eso amamos la belleza efímera y no la belleza hierática, y por lo mismo amamos a tipos concretos y no a arquetipos abstractos. Ahora bien, este inmanente amor humano nos trasciende, por lo cual precisamos el contacto con lo divino para poder amar humanamente, ya que el amor dice apertura al otro y, por lo tanto, autotrascendencia.

De este modo, en lo más íntimo del corazón humano inhabita un trozo de eternidad, una chispa del fuego divino, una incandescencia más allá o más acá de la muerte. Es la felicidad del amor que perdura a pesar de su fracaso, la llama de amor viva en medio de la noche oscura, el incendio que acabará con todo menos con su rescoldo amoroso [11].

Porque hay un amor que corroe el tiempo y perdura incluso tras su ruptura, un amor que trasciende el tiempo y el espacio porque cohabita el alma, un amor “catascendiente” que supura o supera por debajo la materia en espíritu. En la teología cristiana clásica hay un amor que, a través de los rostros terrestres, arrostra finalmente el mismísimo rostro del Dios, se denomina el deseo natural de ver la faz divina, el anhelo de la visión beatífica.

En donde la belleza terrestre es trasportada hasta la belleza celeste, a través de un vehículo que remite a Platón y el neoplatonismo, a san Agustín y al franciscano Buenaventura. Por cierto, en lugar de ver en la eutanasia un sacrilegio que roba al Dios su señorío, cabría concebir una eutanasia cristiana como una especie de sacramental o símbolo de paso o pasaje para canalizar el deseo natural de ver al Dios.

Platonismo, se me dirá, platonismo cristiano para beatos y beatas. Y bien, detengámonos un momento para reflexionar autocríticamente al respecto. Cuando A. Comte-Sponville elige a Diógenes contra Platón lo elige para “hablar del mal que es frente al bien que no es”, lo cual resulta bien lúcido pero incompleto. En efecto, no se trata de oponer el idealismo de Platón frente al naturalismo de Diógenes, pero tampoco al contrario; o mejor dicho, se trata de oponerlos para coimplicarlos y correlativizarlos.

Pues si Platón ha olvidado la descensión del mal, Diógenes ha olvidado la ascensión del bien. Se trataría entonces de coafirmar los contrarios coimplicados, buscando su mediación o remediación. Ahora bien, Comte-Sponville nos reconcilia divinamente con lo human, con esta vida y este mundo, con este espaciotiempo azaroso que vivimos, pero no nos reconcilia humanamente con lo divino de esta misma vida [12].

Cierto, lo divino para el filósofo francés está representado por Mozart, cuya música felicitaria celebra la gracia de la pura inmanencia mundana, olvidándose empero de su impresionante Réquiem escatológico, liminar, extático.

También concelebra nuestro filósofo el heroísmo de Beethoven junto a la ternura de Schubert y al sosiego de Brahms, pero se olvida sintomáticamente de Bach y su música religiosa y religadora, sacral y numinosa, mística en la interpretación de Furtwängler, mítica en la de Klemperer y romántica en la de Karajan. Y es que el romanticismo no le va a nuestro lúcido autor, el cual reniega de Schumann por su exceso de sentido y falta de verdad, por su melancolía y la exposición de una realidad dura y sin remedio. Con ello el filósofo ha presentado sus propias credenciales a la luz pública.

Comte-Sponville quiere enfrentarse a la dura verdad de la vida, pero cuando se la presentan como hace Schumann, la rechaza porque la ofrece sin remedios. Pero el remedio o remediación es precisamente el sentido (romántico), el cual actúa como una humanización de la verdad inhumana y, por tanto, como una encarnación.

El autor debería mantener la dualéctica entre verdad (ilustrada o racional) y sentido (romántico o sentimental), y no recaer en la unilateralidad de que “la verdadera vida es la vida verdadera”, olvidando el sentido de la vida como sentido consentido.

Entre lo trágico y lo irrisorio, dilema al que nos conduce la pura verdad de la existencia, el impuro sentido de la existencia nos conduce a mediaciones y pactos, puntos medios y transiciones, en fin a toda la gama de lo tragicómico o dramático típicamente humano, el cual no es ni trágico ni cómico sino precisamente medial y ambivalente.

El caso es que el hombre no puede quedarse en los extremos, aunque tampoco recaer en una ambivalencia sin mediar. Afirmar la ambivalencia es afirmar la doble valencia de lo positivo y lo negativo, de la verdad y la no-verdad, del sentido y del sinsentido, de la felicidad humano-divina y de la infelicidad animal o animalesca.

La mediación de esta ambivalencia o coimplicación de los contrarios remite al archisímbolo filosófico del Dios como coincidencia de opuestos (coincidentia oppositorum) en Nicolás de Cusa, lo cual representa la proyección de una reconciliación de los contrarios simbolizados radicalmente por la vida y la muerte. Una tal proyección simbólica sólo puede realizarse desde una cierta melancolía existencial, la cual trata dew superar la contradicción o cruz de la vida: supurar, digo, y no superar loca o heroicamente.

Ahora bien, donde el autor francés habla de aceptar lo real “porque lo real siempre tiene razón”, yo hablaría de asumir críticamente lo real porque lo real no sólo es racional, como quería Hegel, sino racional e irracional. Por otra parte, no comparto el que “la vida es buena y ella solo lo es”, ya que nuestra vida es buena y mala, y el autor lo sabe perfectamente.

Por eso es capaz de acoger la negatividad de la existencia, porque esa negatividad puede potenciar la positividad de la propia existencia. Por ello coincido en la positivización de lo negativo y en el enfrentamiento (afrontamiento, diría yo) de dicha negatividad, lo que el autor denomina decir sí al no, aunque sin olvidar correlativamente el complementario decir no al sí.

En efecto, el “sino” de la vida consta del sí y del no, del éxito y del fracaso, de la belleza y su pérdida. El sentido de la vida consiste entonces en la asunción del sinsentido, así como el triunfo consiste en encajar el fracaso, el amor en imbricar el desamor y la felicidad en coimplicar la infelicidad. Pero respecto al tema de la felicidad estoy más cerca de Nietzsche o Voltaire que del propio Comte, ya que la felicidad debe tener más en cuenta a la salud que la salud a la felicidad, y ello en nombre de la vivencia del cuerpo y la convivencia del alma.

Esta vivencia y convivencia no está reñida sino que se alía con cierta melancolía abierta, que el autor siguiendo a Freud prefiere denominar el trabajo del duelo de existir en este mundo y no en el otro, incluso aceptando la desesperanza o desesperación así asimilada:

“Freud llama trabajo de duelo a lo que yo llamo desesperación, y que consiste en aceptar la vida tal cual es, difícil y arriesgada, fatigosa, angustiante, incierta. Aceptemos sufrir y temblar. ¿Quién no teme a la enfermedad, a la vejez, a la soledad? Nada se termina nunca de adquirir. La fragilidad de vivir, la certidumbre de morir, el fracaso o el espanto del amor, el vacío, la eterna falta de permanencia de todo. Es la vida siempre desgarradora. Como decía Montaigne, “todo contento de los mortales es mortal”.

“Los hombres son desgraciados por razones a menudo muy respetables: porque viven con un hombre o con una mujer que ya no aman, que ya no los ama, o porque el compañero los engaña, porque trabajan en algo que los hastía o los agota, o bien porque carecen de trabajo, les falta dinero, tiempo, amigos, porque están inquietos por los hijos, por su futuro, porque están cansados, porque envejecen, porque tienen miedo de morir…”

“Vanidad de todo, verdad de todo: decepción, desilusión. El amor decepciona, el trabajo decepciona, la filosofía decepciona. Toda esperanza decepciona siempre, aunque se satisfaga, por ello la satisfacción con tanta frecuencia es agridulce. Pero más vale la verdad amarga que el almíbar de la ilusión. El que sólo amara la felicidad no amaría la vida y por ello se privaría de ser feliz. Por otra parte la dulzura del placer queda como potenciada por la amargura y la escasez”.

“Por eso hay que aceptar también esto: nuestra debilidad, nuestro temor, nuestra incapacidad de aceptar. La felicidad debe menos al coraje que al azar, lo que los griegos llamaban destino, lo que nosotros llamamos suerte (cuando nos sonríe). Así pues, ¿qué felicidad nos queda? La que sólo se encuentra a condición de renunciar, la que no se posee, la que sólo se da en el movimiento de su pérdida, como un amor liberado del amor, con su sabor a un tiempo amargo y dulce. Tal como la vida sabe a felicidad, la felicidad sabe a desesperación” [13].

Decíamos más arriba que la gran virtud de A. Comte-Sponville radica en reconciliarnos con la vida, con esta vida, y con el mundo, con este mundo, a pesar de todos los pesares y penares. Pero, como puede adivinarse por lo traído a colación, la reconciliación con esta vida se realiza a costas de la otra u otras, la reconciliación con este mundo se realiza a costas del otro mundo u otros mundos.

Su filosofía parece fundarse en el “cierre categorial” que G. Bueno adjudicó a la racionalización de lo real en su verdad, frente a la “apertura trascendental” propia de una filosofía abierta al sentido. Y bien, quizás con ello se trata de verificar la verdad de la vida, pero desde luego no el sentido de la existencia. El cual trasciende a la verdad porque la verdad es cósica o inhumana, óntica o reificadora, mientras que el sentido es ontológico o antropológico, humano y existencial.

En efecto, la verdad de la vida resulta mortífera porque consignifica la muerte como lo más verdadero, mientras que el sentido de la vida es vivificador porque simboliza el amor como contrapunto dialéctico y tan fuerte como la muerte. He aquí que la razón de la verdad puede ser refutada racionalmente, pero el sentido del amor como asunción de lo sentido (sentimiento o afección) es irrefutable precisamente en su trascendencia.

A este respecto tiene razón Comte cuando afirma freudianamente que la melancolía no acaba de aceptar la muerte, aunque yo diría que la asume críticamente frente al sí beato o bobalicón a la nada (nihilismo). Mi último reproche a la lúcida filosofía comtiana es que nos encierra en nuestra finitud e inmanencia, pero si bien uno asume dicha finitud y contingencia radical, no se cierra sino que se abre a la otredad. Como decía Epicuro nuestra vida es una ciudad sin muros o murallas, así que no los construyamos sino que la mantengamos abierta [14].

Pues bien, tanto la definición del amor como la de la muerte afirman la apertura radical a la otredad, en el primer caso; y la apertura a la otredad radical, en el segundo. Nadie nos quitará el dolor del amor y la muerte, aunque se pueda y deba paliar; mas nadie debería quitarnos o privarnos de la trascendencia del amor y la muerte, aunque se pueda y deba inmanentizar y humanizar.

Curiosamente tanto en el amor como en la muerte se realiza una pareja y radical relativización del ente y lo cósico, del mundo y la inmanencia, porque al cumplirla o afirmarla la niegan o sobrepasan. Y la sobrepasan precisamente en nombre de esa emergencia o trascendencia innombrable que Heidegger ha nombrado como el ser, es decir, el sentido latente o latiente, el sentido implícito o implicado (siquiera atravesado explícitamente de sinsentido). Pues sin romanticismo no se puede vivir, aunque de romanticismo tampoco.

Precisamente el Dios representa el sentido romántico de la existencia, a pesar del oscurantismo de tantas iglesias, aunque el Dios cristiano en la cruz representa también el sentido antiromántico de la existencia. El sentido crucificado entre dos ladrones, el bueno y el malo, el bien y el mal.

Dios y el mal: felicidad y melancolía

Visión melancólica

La melancolía es la respuesta típicamente humana a la negrura del mundo compartida por el propio hombre. Por eso se emparenta clásicamente con el dragón y lo dracontiano y, ya en la cultura cristiana, con el diablo o demonio. Frente al dios solar Zeus o Júpiter, la melancolía se asocia con los dioses telúricos Saturno o Cronos; y frente al Dios celeste de la creación judeocristiana, la melancolía se asocia con el diablo que descree en Dios y trata de descrear su creación, representando así el nihilismo [15].

El melancólico es entonces un héroe antiheroico, saturniano y pesante, cohabitante de la noche y asuntor de la muerte. El melancólico es un iniciado en los misterios de la vida y de la muerte, y está representado por el romanticismo de Novalis cuando afirma que buscamos por todas partes el absoluto y sólo encontramos cosas. Lo cual es como afirmar heideggerianamente que buscamos el ser y nos topamos con el ente.

La melancolía es la asunción de lo oscuro y la supuración del negativo, porque el melancólico sabe que no hay luz sin oscuridad ni positividad sin negatividad, algo que la Ilustración y las luces de la razón tratan de superar a través de la razón pura. Pero ya Schelling señaló que la razón, espíritu o intelecto proviene de lo no-racional, no –espiritual y no-intelectual.

Por eso el símbolo melancólico por excelencia es el mismísimo amor, el cual se define como divino y demónico, como un dios y un demonio al mismo tiempo (así ya Plotino). Pues como dice el poeta, no hay gozo sin padecimiento ni florecimiento sin desflorecimiento:

Porque después de todo he comprobado
que no se goza bien de lo gozado
sino después de haberlo padecido.
Porque después de todo he comprendido
que lo que el árbol tiene de florido
vive de lo que tiene sepultado.

(Francisco Luis Bernárdez).

La melancolía ironiza sobre un presunto/presuntuoso mundo positivo en nombre de la gran negatividad representada por la muerte, por eso la melancolía es mercurial y decadente, en correspondencia con la decadencia efímera de la realidad. Pues en la melancolía, como dice Eric Wilson, la penumbra consustancial a la existencia sale a la luz, asumiendo así lo sobreseído por el optimismo clásico, el racionalismo moderno y el idealismo tradicional [16].

Aceptar la muerte es por lo tanto asumir el mundo como lo que es, lo que ha sido y lo que será: contingente y finito, siquiera el melancólico abierto asuma críticamente esa contingencia y finitud en nombre de una apertura a la otredad. Pues la esencia de la melancolía radica precisamente en ese contraste entre la radical finitud y la apertura infinita, entre la contingencia limitada y el anhelo ilimitado. La melancolía es romántica porque divide al hombre entre lo que es y lo que podría o debería ser: un deber sin duda expresado como un “debe” en el haber hirsuto de nuestra realidad intramundana.

El actual héroe cinematográfico del melancólico es Batman, el antihéroe nocturno y sombrío situado entre el orden y el caos, capaz de crear orden a través del desorden y de proteger cual murciélago simbólico a la ciudad de Gothan. Batman es el caballero oscuro y solitario, huérfano y marginal, cuyo lema es que lo peor precede a lo mejor, mentando así a la depresión nocturna del sol que precede a su orto esplendente, así como a la muerte como el final que es el principio. La melancolía de Batman es biófila porque le permite ayudarse a sí mismo ayudando al otro y, por lo tanto, saliendo de sí, siquiera oculto bajo su máscara [17].

Parece claro que Batman está resentido por el oscuro asesinato de sus padres, por eso lucha desde las tinieblas contra el mundo tenebroso, pero no contra todo el mundo. En ello este héroe moderno se distingue del poeta medieval Cecco Angiolieri (Cecco de Siena), el cual atacó a todo el mundo en nombre de un Dios justiciero total:

Si fuese fuego quemaría el mundo,
Si fuese viento lo arrasaría:
Si fuese agua lo inundaría,
Si fuese Dios lo hundiría en el abismo
[18].

En estos versos este poeta radical no dice lo que haría si fuese tierra, pero tras lo dicho la consecuencia resulta fulminante: si fuera tierra devastaría al mundo. Se trata sin duda de un melancólico apocalíptico y no de un melancólico integrado, aunque lo que el autor llama su melancolía (la mia malinconia) es una melancolía lúdica, ya que el soneto obtiene un tono entre jocoso y provocativo.

Muy distinta es la melancolía que llega a su límite, se agria y se proyecta agresiva y dogmáticamente: entonces nos las habemos con el absolutista que reacciona frente a su propio relativismo con un redoble de autofirmeza. Se trata del dogmático que trata de acabar con la debilidad en nombre de una verdad puritana:

Cuando veáis un tipo absolutamente seguro de sí mismo,
Que impone sus tesis hasta arrasar a los demás
Y lo hace con segura satisfacción, tal vez en nombre de Dios,
Entonces es que os habéis dado de bruces con un dogmático.
El dogmático cree que posee la verdad en estado puro,
Que los demás deben postrarse ante tamaña situación,
Y que quien no se postre, con reverencia, es su enemigo:
A quien habrá que dominar, encauzar y, tal vez, destruir.

Pero apliquemos la metodología de la sospecha…
En realidad, ocultan tal grado de radical inseguridad
Que tienen que echar por delante el fantasma adúltero
De la seguridad a ultranza: es su despreciable escondite.
Y así, cuando les falta un trocito de seguridad,
Se viene abajo, con estrépito, todo el fantasma,
Quedándose en la desnudez agraviada de su inseguridad.
Cuando tal cosa sucede gritan, insultan, acusan,
Se dan sobre todo por ofendidos.
Porque, repiten, ellos tienen la verdad en estado puro,
Son los necesarios, los guardianes de los valores, los mejores [19].

Pero ya se sabe, si lo mejor es enemigo de lo bueno, entonces los mejores serían paradójicamente los enemigos de los buenos. Un pensamiento que pone en solfa crítica el heroísmo del héroe como el mejor.
Transición

Si excluimos la oscuridad de la melancolía, excluimos también la luz de nuestra vida, ya que accedemos a la luz desde el contraste de lo oscuro, como accedemos al todo desde la nada y a la blancura desde la negrura.

Al aceptar la muerte avivamos la vida, al asumir la soledad nos unimos con todos y no sólo con algunos, al encajar el sinsentido nos abrimos al sentido. Mientras que el idealismo clásico capta el tiempo en el medio de lo eterno, nuestra (pos) modernidad capta la eternidad en el medio del tiempo.

La melancolía es tristeza de vivir contingentemente: superarla sería suplantar nuestra vida humana por otra deshumana, supurarla en cambio quiere decir asumir nuestra finitud abierta al infinito. De esta guisa, la melancolía es la tristeza que ha obtenido numinosidad, o sea, trasfiguración o sublimación.

Lo cual no significa luchar contra la felicidad en defensa de la melancolía. Significa luchar a favor de una felicidad a la que, paradójicamente, sólo se accede asumiendo la infelicidad irremediable y tratando de remediar lo remediable. Pues no hay mayor infelicidad que el limbo que no conoce la felicidad porque desconoce la infelicidad.

Mas el hombre no cohabita el limbo sino el mundo, el cual se sitúa entre el cielo de la felicidad y el infierno de la infelicidad: en la región medial donde luchan ángeles y demonios en el corazón del cosmos. Y ambos resultan necesarios para el equilibrio inestable de nuestro mundo humano: ni divino ni humano, si acaso divino-demoníaco.

En efecto, la elección del limbo consistiría en evitar drásticamente la felicidad para así coevitar también la infelicidad: pero mejor asumir la felicidad y la infelicidad contrastantemente, dualécticamente, coimplicativamente.

Notas:

[1] Una tal tipología de la envidia, alejada de la ética puritana del trabajo, parece obtener un cierto toque latino: su paradigma sería la envidia de Cecco d´Ascoli por Dante o la de Salieri por lo que Mozart hace sin trabajar, o sea, sin esfuerzo aparente. Subyace aquí en el fondo la mitología del “dolce far niente” o trabajar para no trabajar, ludismo con el que F. Savater inaugura sus interesantes memorias tituladas Mira por dónde.
[2] Consultar G. Steiner, Los libros que nunca he escrito, Siruela, Barcelona 2008, pág. 236 s.
[3] Véase Biblia de Jerusalén, Desclée, Bilbao 1998, Salmos. Entre los posibles autores o referentes del salmo 88 están Emán (un levita escogido por David), el rey Exequias enfermo, el rey Ozías, Azarías el leproso, Jeremías encarcelado.
[4] Hay un paralelo piadoso del salmo en el Libro de Job (Biblia), así como un paralelo despiadado en la filosofía de Feuerbach, el cual concibe a Dios como fruto de la proyección alienadora del hombre, ya que afirma la existencia y consistencia divinas a costas de la existencia y consistencia humanas: véase su obra La esencia de la religión.
[5] Puede consultarse al respecto Craig C. Broyles, New international biblical commentary, Psalms, Hendrickson, Massachussets 1999; también Marc Girard, Les psaumes redécouverts, Bellarmin, Québec 1994; F. Lindström, Suffering and sin, Almquist, Estocolmo 1994; finalmente, B. Villegas, El libro de los salmos, Universidad católica de Chile, 1989.
[6] Paul Celan, Salmo, traducción propia; véase su obra poética publicada por la editorial Trotta de Madrid.
[7] Véase mi obra Metafísica del sentido, Universidad de Deusto, Bilbao 1989.
[8] Sobre la moderna melancolía acompañada por la soledad, véase S. Sontag, Bajo el signo de Saturno, Edhasa, Barcelona 1987, en donde la autora sitúa a W. Benjamín tras la estela de un (in)cierto Goethe y en compañía de Baudelaire, Proust, Kafka, K. Kraus, Klee y R. Walser. Pero en realidad la historia de la melancolía es la historia de la inteligencia afectiva.
[9] Véase la figura de Prometeo en la mitología griega clásica, así como la figura del diablo bajo la forma de serpiente en la Biblia (Libro del Génesis); al respecto puede consultarse H. Bloom, Los poetas visionarios del romanticismo inglés, Barral, Barcelona 1974, en torno a Blake, Byron, Shelley y Keats.
[10] Véase de C.G. Jung su obra Respuesta a Job.
[11] Compárese al respecto la visión de Heráclito sobre el Fuego como lo divino inmanente.
[12] Al respecto, André Comte-Sponville, Impromptus, Paidós , Barcelona 2005.
[13] Comte, obra citada, páginas 22, 73 y 77, 57 y 61, 78 y 91.
[14] Coincido en esta crítica a Comte con la realizada por su amigo Luc Ferry, puede verse su obra ¿Qué es una vida realizada?, Paidós, Barcelona 2006.
[15] Puede consultarse al respecto la obra de László Földényi, Melancolía, Galaxia Gutenberg, Basrcelona 2008.
[16] Puede verse Eric Wilson, Contra la felicidad, Taurus, Madrid 2008. Entre los melancólicos reconocidos suelen citarse Job, Homero, Heráclito, Demócrito, Empédocles, Dante, Petrarca, Donne, Miguel Ángel, Kierkegaard, Novalis, Hölderlin, Goya, Mahler, Benjamín…
[17] Frente al águila olímpica y solar de Zeus, el búho filosófico o el murciélago (Batman) es un símbolo tradicional de melancolía por su nocturnidad lunática.
[18] Ver Antología de la lírica italiana primitiva, Sial, Madrid 2008; de Batman puede verse el reciente film
El caballero oscuro.
[19] Roberto Alcover, Invitación a la sospecha, PPC, Madrid 1998, pág. 105 s.

Andrés Ortiz Osés, Universidad de Deusto, Bilbao. Colaborador de Tendencias21.

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