Tendencias21

¿En qué creen los que no creen?

El fallecimiento de Umberto Eco el 19 de febrero de 2016 ha hecho que se recupere la memoria de muchas de sus obras. En “Tendencias21 de las Religiones” queremos recordar una de entre las que pueden considerarse “obras menores” del autor, publicada en 1996: “¿En qué creen los que no creen? Un diálogo sobre la ética”. Concebida como debate y diálogo epistolar entre Eco y el entonces Cardenal de Milán, Carlo María Martini, la obra expone temas como los confines de la vida humana según la tradición teológica, el desafío tecnológico o las limitaciones impuestas a las mujeres por la Iglesia. Por María Dolores Prieto Santana.

¿En qué creen los que no creen?

 Tender puentes entre las culturas emergentes y las tradiciones religiosas y percibir las tendencias sociales que apuntan las religiones forma parte de los objetivos de Tendencias21 de las Religiones. El siglo XXI se vislumbra como un siglo en el que los sectores más conscientes de nuestra sociedad, las personas que han tenido la suerte de poder adquirir una formación intelectual y que perciben vivir en un universo enigmático, buscan espacios de diálogo sobre los problemas más acuciantes para el ser humano.
 
Un representante singular de la cultura laica recientemente fallecido, Umberto Eco, y un príncipe de la Iglesia, Carlo Maria Martini, han volcado en las páginas del ensayo “¿En qué creen los que no creen? Un diálogo sobre la ética” (publicado en italiano en 1996) sus reflexiones acerca de la ética y sus fundamentos en el fin del milenio. [Umberto ECO y Carlo Maria MARTINI, ¿En qué creen los que no creen? Un dialogo sobre la ética., Ed. Temas de hoy, Madrid, 2005 [1996], 166 pág.]
 
A modo de diálogo epistolar, con absoluta libertad dialéctica, Umberto Eco y Martini debaten algunos de los valores que se cuestiona el hombre contemporáneo; entre otros: los confines de la vida humana según la tradición teológica y el desafío tecnológico, las limitaciones impuestas a las mujeres por la Iglesia y el sentido de la fe, tanto para quienes creen como para quienes no creen (o creen que no creen).
 
A este intenso epistolario público se suman las voces de un coro variopinto y curiosamente armonioso de no creyentes, compuesto por dos filósofos (E. Severino y M. Sgalambro), dos periodistas (E. Scaltari e I. Montanelli) y dos políticos (V. Foa y C. Martelli), que puntualizan y amplían las conclusiones de Eco y Martini. Pero casi todos muestran con suma firmeza el característico esprit fort de los que se confiesan como no creyentes o ateos de otras épocas. Pero hay una diferencia: si en el pasado ese negarse a creer era desafiante, combativo y hasta valiente, hoy en día es tan mesurado y razonable, que luce ese particular tono cansado y de cierta elevada y anémica indiferencia intelectual que caracteriza a las discusiones europeas actuales.
 
Excepto Montanelli, los demás participantes que reconocen que «no creen», de alguna manera parecen estar insertados (no todos con gusto) en el pensamiento contemporáneo, a veces marcado por esa cosa viscosa y medio descompuesta en su indefinición que ha sido llamada postmodernidad. En total, constituyen ocho intercambios entre Eco y Martini, más seis intervenciones de los autores aludidos, y al final una suerte de «recapitulación» por parte de Martini.
 
Umberto Eco y Carlo Maria Martini
 
Unas breves notas biográficas poner un marco a ambos contertulios. Umberto Eco, nacido en Alessandria, en el Piamonte italiano, nació en 5 de enero de 1932 y ha fallecido el 19 de febrero de 2016. Ha sido un intelectual, escritor y filósofo, experto en semiótica, la disciplina que estudia el signo y aborda la interpretación y producción del sentido, pero no trata el significado (que es abordado por la semántica), ni las denominaciones, incluyendo en estas las verbales (estudiadas por la lexicología, la lexicografía y la onomástica) y las no verbales (que estudian la simbología, la iconografía y la iconología). El gran público lo conoce por su novela, llevada al cine, El nombre de la rosa.

 

Umberto Eco se doctoró en filosofía y letras en la Universidad de Turín en 1954, con un trabajo que publicó dos años más tarde con el título El problema estético en Santo Tomás de Aquino (1956). Trabajó como profesor en las universidades de Turín y de Florencia antes de ejercer durante dos años en la Universidad de Milán.
 
Después se convirtió en profesor de comunicación visual en la Universidad de Florencia en 1966. Fue en esos años cuando publicó sus importantes estudios de semiótica Obra abierta (1962) y La estructura ausente (1968), de sesgo ecléctico. Desde 1971 ocupó la cátedra de semiótica en la Universidad de Bolonia. En febrero de 2001 creó en esta ciudad la Escuela Superior de Estudios Humanísticos, iniciativa académica solo para licenciados de alto nivel destinada a difundir la cultura universal. También cofundó en 1969 la Asociación Internacional de Semiótica, de la cual era secretario.
 
Distinguido crítico literario, empezó a publicar sus obras narrativas en edad madura. En 1980 se consagró como narrador con El nombre de la rosa , novela histórica culturalista susceptible de múltiples lecturas (como novela filosófica, novela histórica o novela policíaca, y también desde el punto de vista semiológico). Se articula en torno a una fábula detectivesca ambientada en un monasterio benedictino en 1327.
 
Fue un  sonoro éxito editorial, y se tradujo a muchos idiomas y llevada al cine en 1986 por el director francés Jean-Jacques Annaud. Escribió además otras novelas, como El péndulo de Foucault (1988), fábula sobre una conspiración secreta de sabios en torno a temas esotéricos; La isla del día de antes (1994), parábola kafkiana sobre la incertidumbre y la necesidad de respuestas; Baudolino (2000), una novela picaresca —también ambientada en la Edad Media— que constituye otro rotundo éxito, y sus últimas obras, La misteriosa llama de la Reina Loana (2004) y El cementerio de Praga (2010).
 
Cultivó también otros géneros, como el ensayo, donde destacó notablemente con títulos como: Obra abierta (1962), Diario mínimo (1963), Apocalípticos e integrados (1965), La estructura ausente (1968), Il costume di casa (1973), La forma y el contenido (1971), El signo (1973), Tratado de semiótica general (1975), El super-hombre de masas (1976), Desde la periferia al imperio (1977), Lector in fabula (1979), Semiótica y filosofía del lenguaje (1984), Los límites de la interpretación (1990), Seis paseos por los bosques narrativos (1990), La búsqueda de la lengua perfecta (1994), Kant y el ornitorrinco (1997) y Cinco escritos morales (1998).
 
Dialogante y polémico, se comprometió desde su perspectiva en debates sobre diversas cuestiones que afectan al sentido del ser humano en épocas de búsqueda e incertidumbre siendo reconocida su honestidad intelectual. Afectado desde hacía años por un cáncer, Umberto Eco falleció en su casa de la ciudad de Milán el pasado 19 de febrero del año 2016.
 
Por otra parte, el Cardenal de la Iglesia Católica Carlo Maria Martini, tiene un curriculum similar como hombre culto e intelectual dialogante. Nacido el 15 de febrero de 1927 en Orbassano, cerca de Turín, y falleció en Gallarate, en la Lombardía, el 31 de agosto de 2012. Martini fue un miembro de la Compañía de Jesús, profesor de teología, arzobispo de Milán, cardenal de la Iglesia Católica.
 
Ingresó en la Compañía de Jesús en 1944, a los 17 años de edad. Estudió en la Facultad de Filosofía Aloisianum, Gallarate, Milán; en la Facultad Teológica de Chieri, en Turín; en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. En 1958 recibió el doctorado en teología fundamental con la tesis: «Il problema storico della Risurrezione negli studi recenti«); y en el Pontificio Instituto Bíblico, Roma, donde obtuvo otro doctorado con una tesis sobre «El problema de la recensionalidad del códice B a la luz del papiro Bodmer XIV«.
 
Martini fue ordenado sacerdote en 1952 y comenzó una carrera fulgurante, tanto en el ámbito académico como en el eclesiástico. Martini era experto en la crítica textual del Nuevo Testamento y había estudiado los papiros y códices que contienen el texto griego de los Evangelios. Martini obtuvo varios doctorados y dominaba seis idiomas modernos, además del latín, del griego y del hebreo clásico.
 
Tuvo una importante actividad académica e investigadora, publicó numerosos libros y artículos (basta recordar que él fue el único miembro católico del comité ecuménico que preparó la edición griega del Nuevo Testamento). Sus libros sobre los ejercicios espirituales son muy apreciados por la originalidad del enfoque, que combina la lealtad tradicional al modelo ignaciano con una nueva luz sobre las Escrituras. Entre ellos se encuentran Ejercicios ignacianos, a la luz de San Juan, El viaje espiritual de los Doce en el Evangelio de San Marcos, Ejercicios ignacianos, a la luz de San Mateo, Los ejercicios espirituales a la luz de San Lucas y La vida de Moisés, la vida de Jesús, existencia pascual. En total escribió más de 50 libros, muchos de ellos best-sellers, como el que escribió con Umberto Eco y que comentamos aquí.

En qué creen los que no creen, 20 años después
 
El ensayo “¿En qué creen los que no creen?” tiene un estilo epistolar. La publicación se inició casi por casualidad, como una relación epistolar entre Umberto Eco y Carlo Maria Martini. El intercambio de cartas se produjo en el primer número de la revista Liberalaparecido el 22 de marzo de 1995 – y prosiguió con ritmo trimestral. Las ocho cartas de este epistolario público –intercambiadas y contestadas con admirable puntualidad por los dos corresponsales – aparecen en el volumen “¿En qué creen los que no creen?” con la fecha de su redacción definitiva. Al volumen, como se ha dicho, se añadieron intervenciones de otros intelectuales italianos.
 
Pero, ¿qué es lo que contienen esas cartas? ¿De qué se discute? ¿Qué valoración tienen esas reflexiones veinte años después?
 
Entre los numerosos comentarios a “¿En qué creen los que no creen?”, de Eco y Martini, destacamos el que publicó Luis Vivanco Saavedra, de la Universidad del Zulia – Venezuela. Apareció en la Revista de Filosofía de Maracaibo en 2005.
 
Para el profesor Vivanco, el título de esta obra podría parecer equívoco: por un lado, ser religioso connotaría «creer», y por otro lado, «los que no creen» tendrían que creer en algo.
 
Escribe: “Hace años que pienso que el término «creer» no describe bien la relación de una persona con Dios. Muy pocos santos o devotos de distintas religiones hablan de «creer». Ellos y cualquier «creyente» serio, viven en relación con Dios, así Dios sea una idea en sus cabezas. Del mismo modo que no decimos: «creo en el lápiz», «creo en el mantel» o «creo en el árbol», un «creyente» no se plantea si cree en Dios. Para él, Dios, de alguna manera, es una realidad, y uno no cree en realidades, sino que las vive, las experimenta, se relaciona con ellas. Incluso las olvida, en un sentido muy heideggeriano, como olvidamos unos zapatos que llevamos puestos que son cómodos, precisamente porque son cómodos. Y si esto es así con los creyentes, ¡Qué decir de los no creyentes! Pero en general, para vivir una vida plena y de un modo u otro trascendente, no hace falta tener o no tener creencia religiosa. No es «lo que creen» o «lo que no creen» lo que hace a los hombres, sino como viven su relación con un posible sentido de las cosas”.
 
Umberto Eco pone palabras al problema de la sociedad
 
La primera carta publicada en la revista Liberal (y reproducida en el volumen que comentamos) es de Umberto Eco, está firmada el 22 de marzo de 1965. Aunque no se indica, parece que Umberto Eco y Carlo Maria Martini acordaron escribir estas cartas mediante las cuales discuten sobre temas comunes a creyentes y a no creyentes en torno a las grandes preguntas del ser humano.
 
Comienza Eco aclarando que llamará al cardenal por su nombre («problemas de etiqueta» a los cuales dedica dos páginas, pues en el viejo continente esas cosas son importantes). Hecha esta aclaración, lanza a la arena el tema de la discusión sobre la cual rodará en el resto del libro: la ética.
 
Para un lector poco avispado, quizá caiga como una sorpresa que este libro, que supuestamente parece que iba a tratar sobre creencia e increencia, en realidad es un diálogo sobre ética, o mejor dicho, sobre el lugar en qué lugar  nos podemos encontrar los que creemos con los que no creen. ¿Existe un lugar común en el que creyentes y no creyentes podamos confluir? El tema de la posibilidad de un fundamento común para unos planteamientos éticos llevará a los contertulios a debatir cuestiones religiosas.    
 
A primera vista, parece que a eso ha quedado reducido todo: a la discusión sobre ética, sobre cómo conducimos nuestras vidas, sobre las relaciones de trabajo y la basura que echamos en ríos y lagos, en esta época de miseria.
 
“Ciertamente, – apunta el profesor Vivanco – quizá no era posible que creyentes e increyentes hablaran de cosas como la fe o los atributos divinos con relación a Dios, pero el reducir todo a pensar cómo podemos llevarnos mejor -que no es, empero, poca cosa- me parece que achica la creencia a su lado social, sin ver las dimensiones espirituales implicadas en la actitud religiosa. Pareciera que, tácitamente, los que aceptaron el diálogo pensaron: «No podemos hablar con estos interlocutores de creencia: no creen. Hablemos de lo que ellos y nosotros compartimos: la vida». No está mal, pero si fuera Dios, pasaría mi cuenta a otra firma publicitaria. Pues la fe religiosa, incidentalmente, también se trata de Dios, al menos en las principales religiones occidentales. Y aunque en este libro se habla mucho de religión y del bien, se habla muy poco de Dios”.
 
En esta primera intervención epistolar, Umberto Eco alude a los milenarismos que hoy parecen hacer surgir la sombra sobre el mundo -sobre todo el mundo europeo- de una nueva barbarie y un Apocalipsis de destrucción nada agradable para cualquier civilización que se respete. Eco ve tal sombra como algo ominoso, ante la cual las masas de los países avanzados reaccionan cayendo «en el torbellino de un consumismo irresponsable». Ante la actitud de los fanáticos religiosos milenaristas, y la de quienes quieren olvidar todo entreteniéndose con bienestar frente al televisor, Eco pregunta si no será posible «… una noción de esperanza (y de propia responsabilidad en relación al mañana) que pueda ser común a creyentes y no creyentes». Lógicamente, luego pregunta sobre qué basar dicha noción.
 
La primera respuesta de Carlo Maria Martini
 
En la réplica, Martini contesta aclarando que «tras la literatura apocalíptica se hallan grupos humanos oprimidos por graves sufrimientos religiosos, sociales y políticos». Dichos grupos, no viendo salida en la acción inmediata, caen en actitudes que van desde un utopismo inerte y más o menos inofensivo, hasta un extremismo violento del cual el mundo ha tenido demasiadas tristes muestras.
 
Sin embargo, ambos, Eco y Martini, concuerdan en que la idea del fin de los tiempos es hoy más propia del mundo laico que del mundo cristiano (al menos en el lado católico). Pero éste reafirma la noción cristiana de que la historia tiene un sentido inmanente y trascendente, y por este último aspecto, no puede ser objeto de cálculo, sino de esperanza. Y «los acontecimientos contingentes… son el lugar ético en el que se decide el futuro metahistórico de la aventura humana».
 
De hecho, luego dice que no se trata tanto de algo a futuro. Ya creyentes y no creyentes trabajan juntos comprometidos en la construcción de un mejor presente, de manera desinteresada y a su propio riesgo. Para Martini, el creyente halla en las cosas y en la vida una especie de invitación a encontrar el sentido de su existencia en el mundo; un sentido más profundo y más allá de la acción humana, por noble y admirable que esta sea. En principio, el punto de vista del no creyente no contemplaría esta reflexión sobre algún sentido de la existencia, ni mucho menos una invitación a la duda (salvo la duda agnóstica, que al menos duda, aunque después no toma ningún camino con decisión). Para el no creyente, lo humano y el mundo serían suficiente realidad. Para el creyente, la realidad es más amplia.
 
El sentido biológico de la vida humana
 
En la siguiente réplica de Eco, éste aludirá al problema del origen de la vida humana, lo que nos lleva al tema del aborto (con suma fineza, Eco evita la referencia a los anticonceptivos, tema problemático por no decir «endiablado» para el cristianismo católico).
 
Martini recogerá más tarde el difícil guante con suma elegancia, y lo lleva a lo que podría denominarse el núcleo del problema: la concepción de un ser humano debería ser «algo maravilloso, milagro natural que hay que aceptar» (estas son palabras de Eco, que Martini cita). Que no sea así indica un problema que debe ser solventado en la sociedad. Eso traslada la discusión al problema de la justicia social, tendencia ya vieja en la «nueva» iglesia católica postconciliar.
 
En la cuarta intervención de este diálogo epistolar, Umberto Eco alude al tema del celibato sacerdotal y el sacerdocio femenino (otro par de temas tabú en el catolicismo, o mejor, «temas del No«). Uno podría concluir de las argumentaciones, casi convincentes, de Eco que las mujeres -del siglo XXI- podrían ser buenas sacerdotisas. Para Vivanco, en estos puntos la cuestión fe-creencia-increencia, se diluye sin seriedad. La respuesta de Martini parece aun más extraña y alude a que en el futuro de la Iglesia quizá un día haya cambios, pero que por ahora hay que respetar el profundo misterio de la tradición. Para Vivanco, “parecería algo gadameriano, pero no puedo evitar percibirlo con cierto humor”.

¿En qué creen los que no creen?

Martini interpela a Umberto Eco
 
Hasta ahora el diálogo epistolar se desarrolla de forma que la iniciativa era de Eco como preguntante y Martini como replicante. Pero en la intervención siguiente, es el cardenal quien inicia la pregunta, y es esta: ¿dónde encuentra el laico la luz del bien?
 
“Aquí «laico» – opina Vivanco – debe entenderse no sólo como separado de la institución eclesiástica -cosa que somos el 99% y más de los católicos-, sino separado de toda cosa confesional, algo que podría denominarse irreligioso”.
 
La carta del cardenal Martini aborda dos cuestionamientos: i) ¿cuál es el fundamento ético de los que no creen en dios? y; ii) ¿puede haber un terreno común de dialogo ético entre creyentes y no creyentes? Con respecto a la primera pregunta propuesta al filósofo Umberto Eco, el cardenal Martini la enfoca desde tres ángulos diferentes:

  1. ¿en qué se basa la certeza de la acción moral cuando se prescinde de principios metafísicos, de valores trascendentes, y de imperativos categóricos universales?
  2. ¿qué razones da a su acción moral quien profesa principios morales (que exigen el sacrificio incluso de la vida) pero no reconoce a un dios personal?
  3. ¿cómo se puede decir, prescindiendo de un absoluto, que ciertas acciones se pueden hacer y otras no?

 
De alguna manera, Martini es consciente de que la sociedad del futuro será laica en el sentido de que habrá total separación de Iglesia y Estado. Martini pregunta cuáles podrían ser los fundamentos de la acción ética de un no creyente. Estamos en la pregunta cuestión del debate epistolar: ¿es posible tener una plataforma ética común los creyentes y los no creyentes? ¿Está la ética impregnada de religiosidad? o más bien, ¿es posible una ética laica? Tal vez sea esta una de las cuestiones básicas para las tendencias de las religiones en el siglo XXI.
 
De inicio, Martini cuestiona la suficiencia de unos principios puramente humanistas. Dicha acción debe fundarse en algo absoluto, y cita a
Hans Küng cuando éste dice: «solamente lo incondicionado puede obligar de manera absoluta, solamente el Absoluto puede vincular de manera absoluta». Aquí, Martini llega a un planteamiento al revés del de Kant: quiere fundar la moral en una metafísica (o en un Dios personal).
 
Para el cardenal es difícil entender cómo pueden encontrar los laicos la luz del bien, sin recurrir a un principio superior como es dios. “sé también de personas que, sin creer en un dios personal, llegan a dar la vida para no abdicar de sus convicciones morales. Pero no consigo comprender qué tipo de justificación última dan a su proceder.” (p. 76). Considero que se pueden plantear las interrogantes del cardenal en las preguntas: ¿puede haber una ética sin dios? ¿y cual es su fundamento?
 
Para Martini los principios morales de la ética no deben ser contingentes o negociables, ya que ellos deben establecer los fundamentos sólidos del actuar humano. Tratando de encontrar un principio ético que sirva de base para los no creyentes, Martini piensa que tal vez pueda ser la idea de solidaridad entre los hombres. “me parece que este concepto de los demás en nosotros supone para una parte del pensamiento laico una especie de fundamento esencial de cualquier idea de solidaridad.” (p. 79)
 
Umberto Eco contestará a este planteamiento de Martini argumentando que la ética nace «cuando los demás entran en escena», es decir, desviando la cuestión de basar la ética en algo más profundo como una metafísica, y buscando los elementos de su fundamento en lo mismo que le da su ser, el ethos, el modo de ser del hombre con sus semejantes.
 
Partiendo de principios como el de la existencia de «universales semánticos» comunes a todas las culturas, afirma la posibilidad de acuerdos entre los hombres para su mutuo entendimiento, basado precisamente en la comunicación, y concluye afirmando que una ética «natural» (es decir, basada en el simple hecho de la convivencia, comunicación y acuerdos entre los hombres) puede salir al encuentro de los principios de una ética fundada sobre la fe en la trascendencia.
 
Y termina: «si quedan, como lógicamente quedarán, ciertos márgenes irreconciliables, no serán diferentes de los que aparecen en el encuentro entre religiones distintas. Y en los conflictos de la fe deben prevalecer la Caridad y la Prudencia».
 
Seis intelectuales intervienen
 
Hasta aquí, las intervenciones de Eco y Martini han sido muy caballerosas, y cualquier creyente promedio consideraría a Eco como un increyente muy cercano a la fe (algunos no dudo que lo considerarían creyente).
 
Pero las intervenciones que vienen a continuación son mucho más contundentes, y son todas desde el lado de la increencia. Quizá fue un poco abusivo que lanzaran a seis no creyentes más contra un solo creyente (y cardenal, además). De todas maneras, por estas seis intervenciones de «Coro» ya vale la pena leer el libro, especialmente porque exponen el modo como estos seis pensadores conciben su modo de no creer.
 
Emanuele Severino
 
Para Emanuele Severino, – como pensador enraizado en «la filosofía contemporánea» (de la cual, de paso, dice que Eco esta todavía muy lejos)- , en nuestra civilización, la ética posee el carácter de la técnica, y ésta «supone el ocaso de toda buena fe». Esta «buena fe» es algo subjetivo, y aunque tratemos de atarla a una «verdad incontrovertible a la que aspira la tradición filosófica», sucede que tal verdad no existe, y al final la ética queda basada en una «buena» fe, en conjeturas, en tesis de sentido común (todo lo cual, para él, evidentemente no es suficiente).
 
Severino llega a decirnos esto basado en la «fuerza invencible» de la filosofía contemporánea, la cual «niega cualquier noción común y universal». Y es consciente «de que no puede existir ninguna verdad distinta del devenir, o sea, del propio atropello de toda verdad». Algo parecido dijo Heráclito hace dos mil quinientos años, y sin embargo, gracias a Dios, se ha seguido haciendo filosofía.
 
De modo que, a pesar de esa «esencia profunda y profundamente oculta, y sin embargo absolutamente invencible» de esa fe en el devenir en la cual tanto parece «creer» Severino, al menos se puede decir, sin ser postmoderno, que no parece que haya algo en filosofía o en cualquier ciencia que sea «invencible», y mucho menos ese devenir iconoclasta. En realidad, es difícil que llegue cerca de la verdad quien afirma la muerte de la verdad.
 
Para Gonzalo Muro, el filósofo Severino defiende que la técnica es el verdadero sustento de la ética dado que el progreso, la idea del devenir y la conciencia de que se debe hacer todo lo que esté en nuestra mano para favorecer el progreso técnico supone el ocaso de la civilización occidental y los valores que propugna, como esa idea del Absoluto, sea la propuesta por Martini (un Absoluto autónomo) o la de Eco (un Absoluto derivado de la dignidad humana o como quiera llamarse el principio natural en que se base). Sin embargo, parece que esa ética que propugna Severino adolecería de un relativismo que la haría inviable en la práctica favoreciendo a minorías que pretendieran imponer su criterio aún a costa de cualquier sacrificio. Y es que no son tan lejanos los tiempos en que los hombres eran inmolados bajo el peso de la idea del Progreso.

¿En qué creen los que no creen?

Manlio Sgalambro
 
El segundo de los invitados a la mesa virtual de la revista Liberal es el filósofo Manlio Sgalambro. Afirma que «el bien no puede fundarse en un Dios homicida». Para él, hacer el bien es negar a Dios, querer ir en contra de él, concebido un tanto como Deus sive natura.
 
En efecto, si hemos sido puestos en el mundo como seres mortales y posibles sufrientes, y si querer el bien de los otros es querer que no mueran o no sufran, entonces, querer el bien es estar contra las reglas del universo, o de Dios. El punto de Sgalambro es breve y simple, pero poderoso y no carente de sentido. Recuerda un poco al de Camus en La Peste.
 
Pero ni siquiera la técnica sirve para Manlio Sgalambro, quien defiende que cualquier acto de bondad supone la negación misma de Dios, que Dios es una naturaleza inferior que dispone un mundo propicio para el crimen y la maldad, de ahí que todo intento ético suponga la negación del plan divino.
 
 Eugenio Scalfari
 
El periodista Eugenio Scalfari nos habla de confiar en nuestro propio instinto como humanos para actuar moralmente. Esto suena mucho a un «humanismo» que sigue no sólo un impulso ético sino social, y de hecho, el autor es terminante cuando dice que «Cuando la reflexión modifica su óptica y sus objetivos, ello sucede siempre por la presión de las necesidades de los hombres, los cuales están hoy en día más concentrados en los problemas de la convivencia que en los de la trascendencia.»
 
Algo menos radical y más asentado en la realidad cotidiana y en la necesidad de fundar la ética laica en principios válidos y aplicables se manifiesta el periodista Eugenio Scalfari que niega que el Absoluto pueda fundar en la práctica una ética autónoma del contexto cultural e histórico para lo que pone el ejemplo de los actos de la Iglesia a lo largo de su historia, actos de violencia y odio pese a defender el Amor como uno de sus principios rectores. Para él, la pertenencia a la especie humana y el deseo de su preservación pugna con el sentimiento egoísta de la supervivencia propia y en esa lucha nace precisamente el impulso ético laico.
 
Para Vivanco, un punto sólido tiene este autor cuando cuestiona este buscar un fundamento trascendente para la ética, si más bien la ética cristiana, que poseía ese fundamento, muchas veces no sirvió en el pasado. Es verdad que ya la iglesia se arrepintió de sus crímenes en tal y cual siglo, pero justo cuando empezamos a ver mejor en cuestiones éticas es cuando las estamos sacando de esos famosos fundamentos absolutos necesarios. Por otro lado, este autor es un poco inexacto en sus datos (o simplemente imprudente en sus prejuicios), pero en general, su tesis es plausible, aunque nada nueva ni original.
 
Indro Montanelli
 
El periodista, escritor e historiador italiano Indro Montanelli, (1909-2001) es quizá el de más avanzada edad de quienes escriben en esta obra. Es un ateo de la vieja escuela, y pueden detectarse en él ciertos arranques de anticlericalismo teñido de prejuicios, pero moderado.
 
Al mismo tiempo, en opinión del filósofo Vivanco- “me parece que es el único que toca problemas de fondo en la fe, como el de la gracia”. La intervención de Montanelli tiene, además, el mérito de un testimonio personal: siente la falta de fe (que es, a fin de cuentas, y teológicamente, un don de la gracia) como «una profunda injusticia que priva a mi vida, ahora que ha llegado el momento de rendir cuentas, de cualquier sentido. Si mi destino es cerrar los ojos sin haber sabido de donde vengo, a donde voy y qué he venido a hacer aquí, más me valía no haberlos abierto nunca.» ¿Qué contestar a una queja tan justa?
 
Es interesante la opinión de Vivanco en el estudio que comentamos: “Humildemente pienso en la voluntad (decir sí a Dios es también un acto de voluntad. Creer empieza por querer creer). Pero además, que yo sepa, nadie sabe de donde viene ni adonde va ni que ha venido a hacer aquí. Pensamos al respecto contenidos con los cuales construimos nuestra vida, en un sentido, en una esperanza. Si supiéramos esas cosas antes dichas, no haría falta, de comienzo, creer. Creemos y confiamos porque no vemos ni sabemos. Y más que la razón (Cfr. Tertuliano: Credo quia absurdum est), nos ayuda en esta creencia la voluntad”.
 
Se abre aquí una problemática filosófica que impregnaba la filosofía hace veinte años y que, hasta el momento, sigue abierta: el carácter aparentemente absurdo de la esperanza. ¿Hasta qué punto no nos encontramos en un terreno cercano al fideísmo? ¿Nos movemos en «un sistema de filosofía o actitud mental, que niega el poder de la razón humana sin ayuda para llegar a alcanzar la certeza, afirmando que el acto fundamental del conocimiento humano consta de un acto de fe y el criterio supremo de la certeza es la autoridad.»?
 
Tengamos en cuenta que ya San Agustín utiliza una fórmula parecida, credo ut intelligam, traducida por «creo para entender». Y el Papa Juan Pablo II utiliza este argumento en la “Fides et Ratio ” de 1998.
 
En estos casos, la idea que se defiende es que lo que se supone que va a ser admitido aquí no está dentro del alcance de la razón humana y, en estas condiciones, la fe es el único recurso posible. También se ha utilizado esta expresión de Tertuliano, aunque a menudo con diferentes interpretaciones, por algunos existencialistas. Kierkegaard en su obra de 1843, Temor y temblor argumentó que la fe era una paradoja, un escándalo. Este es el contexto filosófico en el que se mueve Montanelli, y al que Martini ofrece su opinión al final del libro.
 
Vittorio Foa
 
Otro de los tertulianos que ofrecen su punto de vista es Vittorio Foa, periodista y político. Foa pone el fundamento de su ética en el modo como se vive en el mundo. Comienza su intervención preguntando: «los creyentes, ¿están tan convencidos de creer? Y los no creyentes, ¿están tan seguros de no creer?»
 
Este es un punto sólido, porque, como dice este autor, los confines de estas cosas son inciertos, y como decía un guión de Morris West, «el verdadero creyente siempre duda «.
 
La cuestión no estaría tanto entonces entre creer o no creer, sino sobre el modo de creer o no creer. Para él, el problema de la diferencia y el altruismo son claves en la comprensión de una ética (sobre todo hoy). El asunto no es buscar más seguridad ante el otro, sino como «vivir la inseguridad en el respeto recíproco sin la ansiedad de la autodefensa.»
 
Para Gonzalo Muro, desde el bando político, Vittorio Foa reclama el respeto que los otros merecen. Proclama que en un siglo presidido por el exterminio y la persecución cobra todo su sentido y nos hace preguntarnos cómo es posible que tanta diatriba sobre la ética, toda una tradición en la filosofía occidental, no sirviera para poner pronto freno a tanta barbarie. En parecidos términos se manifiesta Claudio Martelli quien hace una poda de los valores absolutos, rememorando los tiempos de la Ilustración, para alcanzar un mínimo común y practicable desde lo que denomina la ética de la tolerancia.

¿En qué creen los que no creen?

Claudio Martelli
 
El siguiente interlocutor,
Claudio Martelli, político seguidor de Bettino Craxi, también establece un punto sólido cuando hace referencia a que creyentes y no creyentes no constituyen elementos o entes separados en una realidad, sino juntos y convivientes.
 
Por lo tanto, creyentes y no creyentes están abocados a una vida común, y ello le lleva a afirmar que los campos entre uno y otro grupo están interconectados. Tal vez encontremos aquí una de las claves que viven hoy las tradiciones religiosas en una sociedad laica: la necesaria convivencia y diálogo entre concepciones del mundo diferentes pero complementarias.
 
Así como los «no creyentes» poseen creencias (en las ciencias, en la medicina, en la carrera, etc.), los cristianos siguen una tendencia a la absolutez, también en asuntos éticos, que a la larga no ayuda a un entendimiento no ya con quienes no tienen ese fundamento religioso, sino con quienes plantean fundamentos menos absolutos por principio.
 
Dice Martelli: «… podría resultar que la falta de valores morales absolutos, no negociables, y que por ello han de seguirse incondicionalmente, fuera lo que explicara la tolerancia y la renuncia a la coacción de los demás.»
 
El autor reconoce que del cristianismo ilustrado surgió un humanismo liberal, y la tendencia a la negociabilidad concomitante con un espíritu de convivencia y tolerancia. Pero, ya habiendo trascendido la idea de las relaciones humanas su base religiosa, la creencia no haría falta (de hecho, podría obstaculizar dichas relaciones).
 
Recapitulación final de Carlo Maria Martini
 
“¿En qué creen los que no creen?” concluye con una «recapitulación» a cargo de Martini. Nótese que no se trata de una respuesta final concluyente y excluyente, sino de una recapitulación.
 
Martini recoge, respeta y valora las opiniones de todos los que han aportado su punto de vista. Sin caer en un fácil sincretismo y si deseos apologéticos, es consciente de las distintas perspectivas con la que los humanos nos acercamos, desde nuestra honestidad personal, a las respuestas a las grandes preguntas de la existencia humana, y en particular en nuestro caso, al fundamento racional de la ética.
 
El título del capítulo (La ética, sin embargo, precisa de la verdad) es un poco sorpresivo, habida cuenta de lo que han dicho los demás autores. Martini, humilde, reconoce que todo lo planteado por cada parte sigue siendo resultado de «unas inadecuadas ideas acerca del mal … unidas a unas insuficientes ideas acerca del bien», y denuncia «cierto clima de fácil optimismo, según el cual las cosas se van arreglando por sí mismas» que «enmascara el dramatismo de la presencia del mal» y «apaga el sentido de la vida moral como lucha, combate, tensión agónica», y llama, a mi juicio de una manera certera a tener cuidado con infravalorar «el elemento dramático inherente a la vida ética». Tratar de concluir sobre puntos tan diferentes no le debe haber resultado fácil a Martini (ni a cualquiera).
 
Conclusión
 
Para uno de los críticos, Gonzalo Muro, no hay mayor decepción que pueda causar un libro que plantear desde su portada una interrogante que su interior no es capaz de responder. Desde el inicio la pregunta es errónea puesto que sitúa el punto de vista en la creencia de quienes no creen, obviando que el sentido del texto es el del diálogo entre quienes creen y quienes no creen. Pero, sobre todo, porque parece presuponer que una creencia es consustancial a todo ser humano, lo que puede ser un punto de partida controvertido.
 
Y como cierre final, Carlo María Martini retoma la palabra para expresar su idea de que los tiempos actuales predisponen a la apatía, con su relativismo y su confianza ciega en la tecnología favoreciendo la presencia del Mal, tenga éste la manifestación que queramos, sin poder oponer al mismo una idea del Bien que nos permita, retomando las palabras iniciales de Umberto Eco, recuperar una Esperanza que nos arranque de las poltronas para proteger el único valor sobre el que todos estamos de acuerdo, la Vida, con independencia de cuál sea el fundamento en que basemos tal creencia.
 
Para el crítico Gonzalo Muro,  el libro no contiene la respuesta a la pregunta que lanza desde su portada pero nadie en su sano juicio puede esperar una respuesta fácil a tal pregunta. Y en muchas ocasiones es de más utilidad la pregunta que la respuesta, el camino que la conclusión final. Para esto sí sirve este libro.

María Dolores Prieto Santana. Antropóloga y educadora. Colaboradora de la Cátedra Ciencia, Tecnología y Religión, así como de Tendencias21 de las Religiones.    

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