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La globalización y el progreso científico condicionan a todas las culturas religiosas

Las teorías sociológicas tradicionales que anunciaban el final de las religiones en las sociedades modernas son cuestionadas hoy. En este artículo analizamos el papel de las religiones en las sociedades tradicionales; luego, el impacto de la modernidad en las tradiciones religiosas, y los retos ante una nueva forma de secularización. Finalmente ofrecemos algunas reflexiones sobre el futuro del cristianismo y sus posibles reformas doctrinales y estructurales. Nuestra reflexión se centra en la cultura occidental y la religión teísta, pero muchas propuestas son válidas para otras sociedades y religiones. La globalización y el progreso científico condicionan en la actualidad a todas las culturas religiosas. Por Juan Antonio Estrada.

La globalización y el progreso científico condicionan a todas las culturas religiosas

En la década de los sesenta se impuso en la sociología y en la filosofía de la religión la tesis de la progresiva y cercana desaparición de las religiones (cfr. Berger 1971: 183-240, Cox 1972 y 1968; Luckmann 1972). Este anuncio se enmarcaba en el contexto de la secularización de la sociedad y de la progresiva laicización de la vida pública, que seguía a la del Estado. Se trataba del final de las sociedades religiosas, que dejaban paso a un nuevo paradigma social y cultural. En las sociedades tradicionales, las que no habían logrado modernizarse, al desarrollarse y modernizarse se repetiría lo que antes se dio en las avanzadas. La tesis del declive de las religiones propugnaba un modelo único de sociedad que antes o después se daría universalmente. La progresiva occidentalización del mundo y la globalización reforzaban este planteamiento de los setenta y hacían que el modelo occidental se viera como el definitivo. En este artículo pretendemos revisar esta teoría y cuestionarla.  
Para evaluar esta manera de pensar atenderemos a los dos elementos sobre los que se basa, la concepción tradicional de la religión y el concepto de modernización de la sociedad como causa de la secularización. Partiremos de un análisis del papel de las religiones en las sociedades tradicionales. A continuación indicaremos en qué consiste la modernización y valoraremos su impacto en las tradiciones religiosas, generando la secularización.  Una vez analizado el impacto de la modernidad, dedicaremos un apartado a replantear el significado de las religiones en el nuevo contexto de una sociedad secular de nuevo cuño, marcada por la indiferencia del ámbito público a las cuestiones religiosas. La tesis que defendemos es que el concepto tradicional de secularización es hoy insuficiente para abordar las transformaciones, y que es posible hablar de una laicización de la sociedad y no sólo del Estado. Finalmente, concluimos nuestra reflexión con la cuestión de si las religiones tienen futuro en Occidente, centrándonos en el cristianismo. Plantearemos qué reformas doctrinales y estructurales son necesarias para responder a los nuevos retos religiosos que plantean las actuales sociedades modernas [1].
 
1. El papel de las religiones en las sociedades tradicionales
 
Durante siglos, incluso durante milenios, la religión ha formado parte del núcleo de la cultura y de la sociedad. En Europa, «la época de cristiandad» se caracterizaba por el dominio de lo religioso en la vida del individuo y en el conjunto de la sociedad. Lo religioso no estaba confinado al ámbito sagrado del culto y del templo, sino que se extendía a todas las esferas de la vida. El calendario anual estaba marcado por las distintas fiestas litúrgicas. La Iglesia  ofrecía ritos de paso para las distintas etapas y acontecimientos de la vida, sin que contrapartidas laicas pudieran sustituirla de manera global. Desde  el nacimiento a la muerte, la primera comunión, la boda, las onomásticas y cumpleaños. Incluso acontecimientos, profanos, como la compra de una vivienda o la puesta en marcha de un negocio, recibían la correspondiente bendición religiosa. La educación, tanto pública como privada, también estaba marcada por la religión. No solo se concentraba en la clase obligatoria, sino que la visión cristiana de la vida inspiraba toda la enseñanza. Lo mismo ocurría con los medios de comunicación de masas, muy respetuosos con lo religioso, cuando no dominados por sus planteamientos. En realidad, no había ámbitos de la vida cotidiana que fueran totalmente seculares. Los acontecimientos religiosos eran sociales y culturales, formaban parte de la existencia del ciudadano común. Los eventos profanos también estaban marcados por una religiosidad difusa y generalizada, que los impregnaba. Desde los espacios, tiempos, ceremonias y ministros sagrados se impregnaba la vida y la sociedad. Quizás hoy son las sociedades islámicas las que mejor conservan esa impregnación religiosa de la sociedad, que hace difícil diferenciar entre cultura y religión.
 
Se puede decir que en la sociedad religiosa se vivía coram Deo, en la presencia de Dios, el cual irradiaba en todos los ámbitos. El símbolo global de esta referencia trascendente eran los templos, que destacan en los barrios históricos, cuyos campanarios señalan la concepción vertical que se tenía de Dios. No se conocía otra forma de relación con la divinidad que no fuera la de las iglesias, Tampoco había una distinción clara entre religión, en cuanto concepción y forma de vida, e iglesia, en cuanto institución jerarquizada, que administra las prácticas y creencias religiosas. Diferenciar entre religión e iglesia, entre fe y prácticas eclesiales era muy difícil. Se vivía un cristianismo socializado. Las instituciones sociales y culturales no solo eran compatibles con la fe religiosa, sino que la sustentaban y apoyaban. Se podía definir a la religión como parte sustancial de la sociedad y de la cultura, y no como un fenómeno marginal de ambas.
 
Al no haber una separación real entre el Estado y la Iglesia, sino una fusión, mediada por los concordatos, se daba una politización de la religión y una sacralización de lo político. La mezcla de ideología nacional y religiosa ha sido determinante. Incluso en países en los que existía una separación formal entre ambas entidades, como Estados Unidos y Francia, se daba esa fusión de forma diferenciada en nombre de una «religión civil» (Giner 1994: 129-171; 2003: 67-114, Bellah 1975, Voegelin, 2014: 23-71). En ella se mezclaban los valores patrióticos y religiosos, a los que se recurría. Sobre todo, cuando había situaciones límites, como en las dos guerras mundiales o en los procesos de descolonización. Estado e Iglesia convergían para defender a la patria y los valores occidentales y cristianos. Incluso en Francia, país laicista por antonomasia, había tolerancia para los cristianos de distintas confesiones, junto a una discriminación larvada de los judíos y de los musulmanes. Han subsistidos distintas formas de apoyo a las iglesias cristianas, aunque siempre desde la clara subordinación de estas al Estado en todo lo que concierne a la vida pública. En realidad, la distinción entre religión y cultura, entre instituciones sociales y religiosas es muy reciente. Sólo se ha dado en Europa y en menor medida en América (Berger, 2008). Las sociedades tradicionales eran homogéneas y en ellas se aspiraba a que todos pensaran y actuaran de la misma forma. De ahí, el recelo ante los inmigrantes extranjeros a los que se exigía una inculturación social, aunque sin obligarles a abdicar de su religión de origen, sobre todo si esta era cristiana. El prestigio de la religión era indiscutible y tanto los valores culturales, como las normas sociales integraban el imaginario cristianismo. El trasfondo religioso era evidente en el folklore, en los hábitos y costumbres, y en la concepción de la vida. Era muy difícil separar lo específicamente religioso de lo cultural, ya que la religión pertenecía a ambos ámbitos.
 
Religiones y cultura
 
Hay que distinguir siempre entre la religión como una opción de vida y de creencia, por parte de los creyentes, y los fenómenos religiosos culturales. Aunque estos tengan un origen y simbolismo religioso se pueden vivir como partes de la tradición, de la cultura y de la historia, e incluso pueden ser símbolos de pertenencia e identidad de una localidad o institución. Y entonces pueden ser mantenidos y valorados por personas que no son religiosas ni miembros de una Iglesia, pero que los valoran como una herencia cultural que se quiere proteger. El mismo ateísmo no era ajeno a la religión en las sociedades tradicionales. Se trataba, en buena parte, de una corriente reactiva, de una minoría contra la mayoría sociológica religiosa.  Y además, era una ideología «militante», que luchaba contra la influencia de la religión. Al combatir su visión de la vida y sus valores, reconocía la importancia e influencia de la ideología rival. Hay que añadir, además, que en buena parte el ateísmo es de matriz anticlerical. No se discute tanto sobre Dios, ni sobre lo sagrado o absoluto último en las religiones no teístas, excepto en minorías intelectuales, cuanto sobre las Iglesias, su ubicación social y política, sus privilegios (los del clero) y sus prerrogativas sociales. El ateísmo práctico respecto de las Iglesias no equivale al que cuestiona los valores y la concepción de Dios. Hay cristianos que son anticlericales y ateos que valoran algunas aportaciones sociales de las iglesias. Durkheim vio bien la equiparación entre sociedad y religión Aunque negaba la existencia de Dios, era consciente de sus contribuciones y funciones sociales. Por eso, para cambiar la sociedad,  había que transformar también a la religión o luchar contra ella (cfr. Durkheim 1982, Tarot 2008: 261-288).
 
Las funciones sociales de las religiones explican su éxito social, su pervivencia y su universalidad. Ofrecen una identidad grupal y preparan para asumir la contingencia, la finitud y la muerte. Se puede hablar de las religiones como intentos de dar sentido a la contingencia humana, lo cual se da también en el budismo, en el confucionismo y en el taoísmo, que son religiones sin una divinidad personal. Además,  la fe capacita para afrontar el sufrimiento y las diversas experiencias del mal. También tienen importancia los mandamientos, normas e instrucciones religiosas, que orientan para el proyecto de vida personal y favorecen el orden social. Se puede decir que hasta el siglo XX las religiones han sido imprescindibles para el individuo y la sociedad. Por eso han pervivido y se han generalizado en todos los países y sociedades. La misma moral, aunque sea autónoma, tiene en la religión una de sus fuentes y una de sus legitimaciones. Las religiones sin dios, como el budismo y el confucionismo son sistemas morales con referencias religiosas, aunque no teístas. El problema no está en la estructura interna de cada religión sino en las funciones culturales que desempeñan en la sociedad. Podemos decir, que aunque Dios no existiera, siempre habrá religiones. Las tareas que tienen estas en la sociedad, difícilmente son superables y totalmente sustituibles por otras alternativas laicas. De hecho, todavía hoy la mayoría de la humanidad vive en sociedades religiosas [2]. Si las religiones han surgido con el hombre, han permanecido a lo largo de la evolución cultural y se han universalizado, es porque, probablemente, responden a necesidades humanas integrales y han aportado elementos positivos a la supervivencia humana (cfr. Bellah 2011: 44-116, Rappaport 1991). Hay que tener en cuenta, sin embargo, que la funcionalidad y utilidad social de las religiones no equivale a la verdad de su credo, ni sirve como argumento para demostrar, en su caso, la existencia de Dios. Solo demuestra que hay necesidades antropológicas y sociales a las que responden las religiones, pero sin que tengan la exclusiva de esas respuestas.

2. La modernización y su impacto en lo religioso
 
El proceso de modernización de la sociedad ha sido determinante para la crisis social de lo religioso y para potenciar la secularización hasta desembocar en el laicismo sociocultural y no sólo del Estado. En primer lugar, está el proceso de secularización que ha llevado a una progresiva privatización de la religión, centrándola en el ámbito de la conciencia individual y de lo sagrado. Además, se ha dado un declive de las creencias y prácticas religiosas en la sociedad. De tal modo que se puede hablar de una «sociedad laica» (Estrada 2006: 122-139; 2013b: 83-104), junto al «Estado laico», en el sentido de que la afiliación religiosa de una persona no juega un papel en la vida social. Surge una sociedad neutral y cada vez más indiferente en lo que concierne a la identidad religiosa de sus miembros. El ámbito público se emancipa de lo religioso. Europa ha vivido un largo proceso de emancipación de la presión religiosa. Este proceso comenzó en la esfera estatal, ya que el Estado moderno subordinó a la religión y la utilizó políticamente, a cambio de hacerla religión de Estado y de darle una serie de privilegios financieros, sociales y culturales.
 
Luego vino el proceso de emancipación del individuo respecto de las iglesias como institución y la decadencia de estas en la sociedad europea. Finalmente, se ha dado una diferenciación y complejización de las esferas seculares respecto de las instituciones, creencias y normas religiosas (cfr. Casanova 2000, 2012: 334-372). La autonomía del Estado, de la empresa y del derecho respecto de los credos religiosos ha sido determinante en la pérdida de influjo social de las iglesias. Se ha perdido progresivamente la correlación entre sociedad e iglesia, entre valores cívicos laicos y los ideales religiosos, entre la sensibilidad democrática moderna y la mentalidad jerárquica del catolicismo. El imaginario cristiano se diferencia del predominante en la sociedad. El creciente aumento de ciudadanos sin religión y la pérdida de influjo de las iglesias favorecen un nuevo modelo de sociedad, post religiosa, laica, tolerante y democrática. Cada persona y grupo puede vivir sus convicciones religiosas en una cultura que ha dejado de serlo, pero sin pretender imponer a la sociedad sus creencias (cfr. Elzo 2013: 35-78). Del ideal de una sociedad católica, en la que los valores de la Iglesia se imponen en las leyes y en la conducta ciudadana, se ha pasado a un modelo en el que pueden vivir todos los ciudadanos, con independencia de sus creencias. La moral ciudadana y las leyes que regulan la sociedad civil, se emancipan de lo que es válido en el ámbito católico. Este proceso de secularización está complementado por un Estado no confesional y una iglesia que ha dejado de ser estatal, aunque el proceso en España todavía esté incompleto y subsistan elementos del antiguo régimen.
 
La secularización de la sociedad hay que enmarcarla en un nuevo contexto, que es determinante para la modernización social. Se trata de la cultura posmoderna, que está caracterizada por el pluralismo de valores y por el rechazo de lo institucional. La pluralidad social acaba entrando en el ámbito religioso, a pesar de la oposición de las autoridades religiosas. Estas defienden un cristianismo homogéneo y unas creencias, prácticas y disciplinas uniformes, para las cuales hay poco lugar en la sociedad civil. Por eso, hay miedo a la nueva cultura y el pluralismo que implica.
 
Papel de las religiones en el marco cultural del pluralismo religioso
 
Cuando las iglesias se hacen plurales, es inevitable la contestación a la autoridad y la crítica de las creencias, de las instituciones, rituales y prácticas. Hay una aproximación mucho más libre a lo religioso y un distanciamiento del cuerpo institucional, de las iglesias. Se favorece así la «religión a la carta», el bricolaje individual de lo religioso y una identidad fragmentaria. Se permanece en una iglesia concreta, a pesar de diferir de algunas de sus creencias. Este pluralismo sociológico se afianza con la entrada de otras religiones e iglesias en el ámbito, antes exclusivo, de las grandes confesiones cristianas tradicionales (la católica, la ortodoxa y las protestantes). Esa pluralidad de religiones genera mayor libertad de elección y competitividad entre las iglesias, en una sociedad que ya por sí se presta a ambas.
 
El dinamismo de la posmodernidad estriba en el rechazo y la crítica a las grandes instituciones. Esta dinámica favorece lo que se ha llamado «creer sin pertenecer» y «pertenecer sin creer», debilitando la equiparación entre religión e iglesia. Es decir, proliferan los creyentes «por libre», que prescinden de muchos elementos de las iglesias y sus jerarquías, y de los que se declaran católicos por rutina, tradición, costumbre o interés, pero sin que el credo religioso que profesan influya en su forma de vivir. Esta nueva situación explica que las iglesias pierdan influencia en la sociedad; que sus Jerarquías vivan una merma interna de  autoridad; y que las creencias sean social y eclesialmente menos importantes. El paradigma tradicional deja paso a uno más complejo, fragmentario y conflictivo. Este proceso descoloca a las religiones, que desde el siglo XIX están a la defensiva de la modernidad. El antimodernismo del pasado subsiste hoy ante una sociedad civil que impugna muchos planteamientos eclesiásticos. Lo secular se percibe más como una amenaza que como un horizonte nuevo, que abre posibilidades a una transformación de las religiones. Cada vez hay más tensión entre una verdad particular, la de una religión y cultura concreta, y la pretensión de universalidad de los monoteísmos. Las pretensiones del cristianismo como religión mundial se contrarrestan con el molde europeo que ha asumido en su historia y que se resiste a desaparecer. Por eso, se sigue viendo como una religión europea, a pesar de que sus orígenes no lo son (Casanova 2012: 404-442).
 
A esto hay que añadir un tercer factor, quizás el más determinante, que es el cierre categorial en nuestras sociedades a partir de la revolución científico técnica. Lo que ha sido la religión para la sociedad durante milenios, ha comenzado a serlo la ciencia en Occidente desde el siglo XIX. Después de una etapa religiosa y filosófica de la humanidad llega ahora la de la ciencia, que pretende dejar atrás los elementos de las etapas anteriores. No se trata de una evolución integradora, en la que se preservan los contenidos de la religión y de la filosofía, integrándolos en una síntesis cultural superior. En la era científica, se pretende superar los saberes presuntamente obsoletos e infundamentados de las grandes cosmovisiones religiosas y filosóficas. Comte le ha ganado la partida a Hegel y ya no se puede afirmar que el que tiene filosofía puede prescindir de la religión, sino el que tiene ciencia pretende emanciparse de los saberes que no son científicos. La misma filosofía, que durante siglos fue la «servidora de la teología», tiende hoy a convertirse en una «servidora de la ciencia», con la pretensión de alcanzar también un saber científico. Se olvida así toda la historia de la filosofía y la aportación cultural, social y antropológica de los grandes pensadores.
 
La revolución científico técnica no solo ha transformado económica e institucionalmente a la sociedad, sino que ha cambiado nuestras categorías culturales y nuestras formas de ser. Ha habido una transformación educativa, desplazando las disciplinas humanistas, e incluso sustituyéndolas, porque no tienen una aproximación científica a la realidad. Las necesidades científico técnicas de las sociedades desarrolladas han posibilitado una sociedad del bienestar material, con graves carencias culturales y humanistas. El razonamiento científico se ha convertido en  el modelo fundamental del saber, en la razón sin más. Es un nuevo régimen o forma de conocimiento, que determina lo que podemos pensar y cómo enfocar la realidad. Para afirmar coloquialmente que algo es verdadero, decimos que es científico. Esto equivale a afirmar que todo conocimiento tiene que tener una base empírica, para ser cierto. Solo podemos afirmar aquello que es comprobable, aquello que puede ser testificado por la realidad, probado y capaz de ser cuestionado. Se ha dado una crisis de los sistemas metafísicos, de las ideologías y en general de la filosofía, y también de los ordenamientos morales del mundo. El motivo es que los valores que rigen el comportamiento humano no pueden fundarse en ningún hecho empírico. La ciencia responde bien a cómo es el mundo material y físico, pero no puede aportar mucho cuando planteamos cómo hemos de vivir, qué sentido debemos dar a nuestra vida, y cuáles son nuestras responsabilidades, derechos y obligaciones morales.
 
Religiones en la una sociedad científica
 
Este cambio de perspectiva es determinante para lo religioso, ya que erosiona las dimensiones sagradas, absolutas o sobrenaturales, y míticas que se dan prácticamente en todas las religiones. Solo podríamos afirmar un ser divino, si hubiera algo que lo hiciera verificable, si algún hecho pudiera confirmarlo o desmentirlo. Hay que preguntarse qué es lo que llevaría a una persona o grupo a no creer. Si no hay nada que pudiera obstaculizar la fe en Dios, no se podrían tampoco dar razones de creer en él (cfr. Flew 1992: 47-60). El sistema de creencias tiene que basarse en algo. Si no hay nada que lo cambie, deja de ser razonable. Creer a toda costa, ocurra lo que ocurra y sea o no impugnable, se ve más como fanatismo religioso, que como algo admirable. El cambio social impugna a la fe del carbonero, que durante siglos se ha presentado como el modelo del creyente.  Dios ha dejado de ser relevante en la cultura impregnada por la ciencia. Al crecer la racionalidad científica, se dejan de admitir los mitos y los relatos simbólicos. Los credos religiosos y los seres  sobrenaturales son degradados a meras creaciones de la fantasía. Ya no se puede creer en los reyes magos, ni en papa Noel, ni en las almas, ni en Dios. La referencia a la divinidad deja de tener viabilidad cultural. Al descalificar la iconografía tradicional del anciano barbudo, tan frecuente en el imaginario del arte tradicional, se ha eliminado también a Dios, al que se refería la imagen. Creer en él, en los ángeles o en las almas es tan poco plausible como creer en Júpiter o en los duendes. Hay un cierre cultural, epistemológico, que obstaculiza ese tipo de creencias (cfr. Estrada 2015: 45-66, Bueno 1993: 1393, Quintanilla 1976) [3].
 
Lo sobrenatural se diluye, pierde consistencia, se volatiza como lenguaje retórico e imaginativo, que corresponde a las sociedades religiosas tradicionales. Y al perderse lo sobrenatural, como entidad, lugar sagrado o referencia entitativa, solo queda lo natural, profano, empírico y verificable. Todas las religiones, tanto más cuanto más  antiguas, tienen un imaginario mítico de lo sobrenatural, frecuentemente impregnado de residuos mágicos, que sobreviven en su sistema de creencias y los rituales. La religión entra en crisis y pierde capacidad de persuasión en la sociedad, aunque subsistan preguntas de sentido y necesidades espirituales, que exigen respuestas que no encontramos. Sin evidencias empíricas resulta difícil creer en algo o en alguien. Dios no puede ser el tapaagujeros al que recurrimos para resolver nuestra necesidad de sentido, cuando no somos capaces de hacer creíble su existencia. El último criterio dirimente sería el de la fuga mundi de la creencia religiosa, la tradicional acusación de que preocuparse de la salvación eterna, lleva a despreocuparse de los proyectos emancipadores y de sentido terrenos.
 
Esta dinámica marca el final de una época, la de la religión tradicional y también la del teísmo como paradigma de la religión. El imaginario cultural moderno se distancia de las creencias religiosas (Taylor, 2007). También la modernización social pone en cuestión el modelo institucional de sociedad de cristiandad, que todavía pervive en las iglesias. Incluso la misma fe en Dios pierde contenido. «Dios» es hoy un concepto formal, que admite ideas diferentes y contenidos opuestos. La irrupción de las otras religiones en el ámbito europeo tiene que ver con la vaguedad de la noción. Ha obligado a asumir que hay muchas maneras de hablar de lo divino. Además, hay religiones sin Dios, como el budismo, aunque siempre haya alguna referencia a lo absoluto, a lo sagrado, a lo último. La vaguedad del término, su indeterminación y la imposibilidad de respaldarlo con una entidad concreta y constatable, hace que las creencias en la divinidad sean  hoy difusas y equívocas, incluso para los mismos cristianos. La fe en Dios se ha vuelto confusa y vacía de contenido. Hay que afrontar nuevas preguntas, que no se planteaban en la época de cristiandad. ¿En qué creemos cuando hablamos de Dios? ¿Cómo comunicarnos con él? ¿Es posible afirmar a un ser trascendente, si no podemos llegar a él? ¿Cómo hablar de la divinidad, sin violar la prohibición de hacer imágenes suyas? ¿Cómo salir de la tensión entre una razón incapacitada para conocer el misterio divino y la necesidad de criticar lo rechazable para la fe? Una nueva era está surgiendo con interrogantes que constituyen un reto para las religiones (Estrada 2015).

La globalización y el progreso científico condicionan a todas las culturas religiosas

3. Significado de las religiones en un nuevo contexto
 
A partir de aquí hay que retomar la pregunta sobre el significado de las religiones en unas sociedades que están dejando de ser religiosas. Por un lado, hay que constatar que el anunciado final de la religión en las sociedades desarrolladas no se ha producido, como muestra la proliferación de nuevos movimientos religiosos. Tampoco han seguido la senda occidental otros países y continentes.

Cada vez hay más conciencia de que hay una «particularidad europea», un camino propio, que no es extensible al resto del planeta. Aunque muchos europeos no lo sepan, hace ya tiempo que el continente ha dejado de ser la vanguardia de la humanidad. La pretensión de que los demás países recorran el mismo camino ilustrado y democrático de nuestro pasado propio, despierta hoy burla y conmiseración en los que no son europeos. El eurocentrismo persiste, la idea de superioridad y centralidad, cuando el eje de gravedad del planeta ya ha pasado del Atlántico al Pacífico. Ni hay un modelo único de sociedad, el occidental, ni el europeo es universalizable. Por eso, la suerte de las religiones en un continente secularizado y laico no es válida para países y continentes en las que no solo subsisten las religiones, sino que están muy vivas.
 
Las religiones no han desaparecido, pero si ha cambiado su contexto y significado (cfr. Rubio Ferreres 1998, Lara Nieto y Rubio 2011). Ha cambiado el mundo con la globalización y la tercera revolución industrial, no solo en Occidente sino en todo el planeta (Casanova 2009: 7-30). La mayoría de la humanidad sigue siendo religiosa y en Europa, donde más ha avanzado el proceso de secularización, persiste el interés por las religiones, aunque las sociedades se han emancipado de ellas. Ser un buen ciudadano está exento de referencias a las religiones. La sociedad se ha vuelta “laica” y tiende a la privatización del hecho religioso, aunque los que se adhieren a un credo religioso actúen en la vida pública influidos por sus convicciones. La religión puede seguir siendo interesante, pero no de la misma forma que antes.

El atractivo que existe hoy por formas religiosas budistas, hindúes y orientales, muestras que lo religioso sigue vivo. Otra cosa es que se pueda transmitir con las formas del pasado. Esta nueva situación no es el final de las religiones en las sociedades occidentales contemporáneas, sino la de un nuevo paradigma social y cultural que plantea nuevos retos (cfr. Taylor 2011: 214-286, 1999: 13-38, Gauchet, 2003, 2005). El dinamismo del ateísmo militante ha perdido fuerza y atracción. Se mantiene en  minorías, sobre todo de personas mayores, que se han socializado en el modelo de sociedad confesional y de Iglesia de Estado.

La mayoría de los no creyentes tienden a definirse como agnósticos, con un ateísmo práctico mitigado y sin el carácter combativo de las épocas anteriores. En una época de crisis de creencias, no solo la fe religiosa, sino también el ateísmo, resultan demasiado «fuertes». Se prefiere ser increyente «por libre», sin entrar en una dinámica reactiva respecto de la religión que se rechaza. El agnosticismo corresponde al escepticismo cultural predominante. La dinámica escéptica no solo impugna las creencias religiosas sino también las políticas, dando continuidad a la crítica de las ideologías, aunque sin la vehemencia del pasado. Se traduce en una creciente indiferencia a los sistemas de creencias, por las que lucharon y murieron las generaciones del pasado.

Viviendo al margen de lo religioso

 
Esta dinámica se traduce también en el desconocimiento de lo religioso, que es característico de las jóvenes generaciones en Occidente, sobre todo en Europa. Hemos pasado de una situación en la que lo religioso lo impregnaba todo, porque  había una imposición social, a la marginación cultural del fenómeno religioso. Las religiones son bastante ignoradas y desconocidas, sin captar su importancia cultural, histórica, artística, etc. Es muy difícil adquirir una formación humanista actual, si hay un desconocimiento masivo de las grandes tradiciones religiosas.

Esa ignorancia resulta llamativa, si se tiene en cuenta que la enseñanza de la religión ha sido obligatoria en los planes de estudio, al menos como oferta, y que muchos alumnos la han recibido. Ha habido un fracaso de la educación y de la inculturación de la religión. Mucha gente se ha quedado con los fenómenos culturales tradicionales, con lo religioso folklórico, sin llegar a captar los contenidos básicos de la fe en Dios que propugnan las religiones. Esta incultura, no solo apunta a un déficit de las religiones, también de las instituciones educativas. La iglesia católica lucha por mantener la educación religiosa en la enseñanza pública, pero no se plantea qué ocurre para que sus enseñanzas tengan tan escaso éxito cuando se deja la infancia y se pasa a la edad adulta.
 
La Biblia no es solo un libro para los creyentes, sino un referente fundamental de la identidad e historia europea.  Sin conocer la religión, difícilmente podremos comprender el arte, la historia y la identidad de Europa. Al desconocimiento se une la indiferencia. Es una forma mucho más radical de increencia que el agnosticismo o el ateísmo. Que no interese la religión, que se prescinda fácilmente de ella, que no se le encuentre sentido, validez o utilidad, es lo que determina la crisis de las religiones hoy.

En la era de la globalización resulta posible comunicar la fe a personas, grupos o sociedades que no la conocen, como las sociedades de otros continentes. Pero es más problemático presentarla en países de tradición cristiana, que se encuentran en trance de dejar de serlo. Muchos ciudadanos no polemizan con la religión, porque no vale la pena discutir en torno a ella. Otra cosa diferente es evaluar el papel de la Iglesia y sus consecuencias sociopolíticas. La indiferencia es una forma práctica de increencia, mucho más cuestionante que la militancia antirreligiosa. Se puede omitir toda preocupación religiosa si la persona o grupo concernido no se siente afectado por ella. Y esto ocurre crecientemente, especialmente en un sector joven de la sociedad.
 
El contexto pragmático, utilitarista, de la cultura actual lleva a preguntarse por la validez de las creencias e instituciones. Surge la pregunta por la fe en Dios y por las religiones. ¿Qué aportan? ¿Para qué sirven? ¿En qué se diferencian los creyentes de los que no lo son? Si no hay diferencias ningunas de prácticas y conducta, de motivaciones y creencias, entonces la religión ha perdido su especificidad y su contenido, por lo que no puede tener una función social. Es indudable que las religiones aportan utilidades a las sociedades: servicios sociales, funciones educativas y aportaciones benéficas. La red de instituciones eclesiales, las ONG cristianas y los centros educativos con un ideal religioso,  siguen siendo apreciados en la sociedad actual.  Pero el recurso a lo meramente asistencial es insuficiente. En la medida en que el Estado u otras instituciones asuman sus servicios y tareas, dejarán de ser necesarias, aunque subsistan.
 
También ocurre con los valores cristianos. En la medida en que sus ideales forman parte de la tradición cultural occidental, han dejado de ser necesarios sus referentes religiosos. Por ejemplo, la idea del ser humano como imagen y semejanza de Dios ha jugado un papel histórico en las luchas contra la esclavitud y en favor de los derechos humanos. Pero una vez que se reconoce secularmente la dignidad de la persona, el consenso social al respecto hace innecesaria la referencia religiosa. Se podría hablar del cristianismo como «conquistador conquistado». Se ha cristianizado culturalmente a Europa e implantando en ella sus concepciones sobre la persona. Muchos de los ideales y valores humanistas que hoy forman parte de nuestra cultura son de procedencia cristiana, aunque no exclusivamente. Incluso, a veces, han sido los no creyentes los que han argüido con esos ideales contra las iglesias, cuando estas se oponían a ellos o violaban los derechos humanos. Pero ahora, cuando ya forman parte de nuestro patrimonio cultural, se olvidan sus orígenes cristianos y se hace innecesaria la referencia a las iglesias que los propagaron (cfr. Roy 2008).
 
Lo que es culturalmente de todos, deja de ser específico del cristianismo, el cual pierde identidad cultural y relevancia social. Entonces, resurge la pregunta de para qué sirve ser cristiano. Bastaría con ser europeo, para asumir contenidos que pueden ser universales, al margen de los orígenes históricos que tuvieron.
 
4. ¿Tienen futuro las religiones?
 
La función de la religión en la sociedad está vinculada a la pregunta por Dios, que subsiste a lo largo de los siglos. El vacío axiológico actual, marcado por la crisis de los proyectos de sentido, tiene que ser superado con la contribución de distintas instancias. Entre ellas están las religiones, que siempre son creaciones humanas, aunque sean inspiradas y se sientan divinamente motivadas. Lo fundamental no es una creencia teórica en Dios, sino un proyecto de vida acorde con el que promovieron los fundadores de las religiones. Los retos de las religiones pasan hoy, al menos en Occidente, por una comprensión democrática, que asume la diferencia entre el sistema de creencias y las leyes que rigen a todos. La mejor sociedad no es la de un credo religioso concreto, sino aquella que permite que vivan todos los ciudadanos sus creencias, sean religiosas o no. El pluralismo de credos y de ideologías exige que la sociedad sea neutral respecto de ellas y posibilite la convivencia de las distintas religiones. Cuando estas comienzan a dialogar con la sociedad y con las distintas instancias culturales, pierden su carácter de amenaza para los que no son creyentes. Y cuando emplean un lenguaje accesible a los ciudadanos y un estilo dialogante pueden ser comprendidas y darse a conocer. Hay que prepararse para sociedades mestizas, en las que conviven grupos, sistemas de creencias y formas de vida muy dispares. El pluralismo es inevitable en la edad de la globalización pero también es fuente de conflictos y hay que asumir que todos, creyentes y los que no lo son, tendrán que convivir con los que piensan y viven de forma diferente.
 
Esto exige un mayor protagonismo de la sociedad civil y una restricción del Estado, que no puede imponer normas ni  leyes que limiten la libertad de pensamiento, de creencias y de expresión. Solo la salvaguarda de los derechos humanos pone límites a las prácticas religiosas y a las creencias e ideologías. Pero esto vale también para el Estado, que no puede ser confesional, pero tampoco hostil a ninguna religión, credo o ideología que exista en la sociedad civil y que no atente a la dignidad de la persona. Hay que pasar del patriotismo de valores nacionales sustantivos y sacralizados, herencia de la fusión entre la Iglesia y el Estado, al patriotismo constitucional (Habermas), es decir, a la defensa del humanismo, de los valores democráticos y de los derechos humanos. En este marco los cristianos pueden aportar su comprensión del mundo en igualdad con los que tienen otras ideologías. El problema actual no es defenderse de las iglesias impositivas, aunque, en países como el nuestro, subsistan todavía prácticas residuales del nacional catolicismo.
 
La gran cuestión en Europa es el nihilismo y el vacío moral, resultado de una sociedad marcada por el contrato social, el mercado y los bienes de consumo. La crisis axiológica y el vacío ético resultante son hoy más agudos en Occidente, que el peligro de las religiones autoritarias. La óptica de Habermas no es la del creyente comprometido, que vincula su fe a su proyecto de vida, su felicidad a la esperanza en Dios, y los valores decisivos de la conducta a la religión a la que pertenece. Para las personas religiosas no es la perspectiva de la democracia, la libertad religiosa y la utilidad social de la religión lo determinante, pero su credo fuerte tiene que enmarcarse en una perspectiva no religiosa, la de la sociedad secular. No es tarea del Estado alentar a la fe religiosa ni oponerse a ella.
 
Las religiones han perdido relevancia social, pero se ha producido un vacío porque no ha habido otras instancias que ocupen el lugar que ellas han dejado. La pérdida de la fe en Dios arrastra, como percibió Nietzsche, la de otras referencias transcendentes, incluidas las inmanentes construidas por el hombre. Toda fe trascedente es creación humana, aunque el sujeto que la detenta está persuadido de su origen, inspiración y motivación divinas. Cuando no subsisten los valores morales, aunque provengan de entidades seculares y no de las iglesias, no hay otro recurso que lo jurídico y contractual, que es la línea adoptada por Habermas. Problemas como el de la corrupción generalizada, no se pueden resolver sin un consenso ético mínimo, como el que antes aportaban las religiones mayoritarias. Refugiarse en el derecho porque no hay instancias éticas compartidas, favorece la asimetría social, porque el cuerpo jurídico no sirve de la misma forma a las elites ricas que a la mayoría de la población. La permisividad social, que fue una dinámica reactiva a la sociedad autoritaria, favorece hoy a los fuertes y obstaculiza la igualdad y la justicia social. La sociedad del bienestar es la contrapartida de un naturalismo rousseauniano, propulsor de la equiparación entre felicidad y placer, ambos marcados por la sociedad del mercado, a costa de un proyecto ético de sentido personal y colectivo (cfr. Habermas y Taylor 2011, Habermas 2009: 26-41 y 2006: 107-120, Taylor 2011). Por eso no se pueden obviar los contenidos morales de las tradiciones religiosas y la necesidad de que todos participen en crear una ética pública aceptable a todos los ciudadanos.

La globalización y el progreso científico condicionan a todas las culturas religiosas

5. Los retos del cristianismo
 
El nuevo paradigma social y cultural exige un replanteamiento de las religiones para corresponder a las necesidades espirituales de nuestra época. Todas ellas acumulan representaciones, contenidos e interpretaciones de la vida, que corresponden a las distintas etapas de la historia. Las representaciones míticas de la Antigüedad, persisten en sus textos, rituales y doctrinas. Las instituciones religiosas tienden a legitimarse por sus orígenes remotos y son conservadoras tanto en las doctrinas como en las prácticas y rituales. Tienden a mantener contenidos que fueron actuales en el pasado, aunque se hayan quedado obsoletos en el presente. Incluso aunque cambie el significado de las doctrinas y de los ritos, se tiende a conservarlos, aunque haya que darles un sentido distinto. Por eso, las iglesias se resisten al cambio, aunque sus concepciones hayan sido cuestionadas por las ciencias, la filosofía y la antropología, y no respondan a los conocimientos actuales. Hoy es necesario un replanteamiento de la tradición dogmática y de la misma Biblia. Sus historias, no solo no son creíbles y plausibles, sino que son obstáculos para la fe. Una cosa es inspirarse en la Biblia y otra entenderla literalmente y asumir todos sus relatos.
 
Las iglesias tienen la difícil tarea de revisar sus sistemas de creencias, buscando preservar su identidad en el cambio histórico. No pueden perder su concepción global de la vida para adaptarse a la imagen del mundo de la cultura actual. Pero tampoco pueden mantenerla al margen de los cambios antropológicos, socioculturales y científicos. El cristianismo necesita una reforma  profunda, la cual es más difícil en la época posmoderna de cambio. Si a esto se añade el distanciamiento que se ha dado en los últimos decenios entre la jerarquía y una buena parte de la teología, el problema se agrava. En el posconcilio se favoreció a la teología más conservadora y se bloquearon muchos intentos de teólogos que buscaban nuevos caminos e interpretaciones.  Lo que iniciaron Bultmann, con la desmitologización de la Biblia (cfr. Bultmann 1974, 1976a, 1976b, 1981, 2000), y Bonhoeffer, con la exigencia de vivir como cristianos en una era secular (etsi Deus non daretur) (Bonhoeffer 1974, 1979, 1983, 1997), no ha encontrado continuidad. No se puede eliminar el lenguaje comunicativo, simbólico y mítico de las religiones, pero sí tomar conciencia de que es una forma de lenguaje que no se puede interpretar literalmente, y que exige una traducción y actualización. Del mismo modo Bonhoeffer plantea la mística y experiencia de Dios en una época marcada por su silencio y su ausencia cultural. Ambos se abren al futuro y a una reinterpretación global del pasado cristiano. Pero se ha preferido mantener incólumes las certezas del pasado y atenerse a su literalidad, en lugar de buscarles un nuevo sentido que responda las necesidades actuales.
 
Crisis de credibilidad
 
A su vez, la reforma doctrinal está condicionada por la de las estructuras eclesiales. Si la Iglesia se encuentra en estado de misión desde una perspectiva planetaria, no puede mantener las instituciones creadas en el segundo milenio, que corresponden a otras etapas históricas. Hay que cambiar las mentalidades y la sensibilidad personal, en la línea evangélica que propone actualmente el papa Francisco. Pero no basta, ni se puede marginar la reforma institucional de la Iglesia, que va mucho más allá de la curia romana y de la jerarquía. Esta reforma se inició en el Concilio Vaticano II y se truncó en el posconcilio. Hay que atender a ambos frentes, el personal, el eclesial y el social. El cambio institucional redunda en el personal y viceversa. La reforma institucional es una exigencia sociológica, teológica, y ecuménica. La actual iglesia no es creíble ni ofrece un significado válido para muchas personas, tampoco para bastantes cristianos. Hay que buscar un lugar para la Iglesia desde el mundo, que es un lugar teológico fundamental para el encuentro con Dios.
 
Y sobre todo, hay que atender a la crisis de Dios en la sociedad actual. El Dios cristiano tradicional no es creíble. No se puede mantener la estructura dualista de lo natural y de lo sobrenatural. Tampoco es posible conservar las imágenes antropomórficas de la divinidad, que persisten hasta hoy. Dios no puede ser el «Altísimo», que está arriba. Tampoco, un «tú» que interviene desde fuera, como un interlocutor. Ni un ser que desciende y asciende dando mercedes a los hombres. Hay que replantear el significado del «padre nuestro que estás en los cielos», desde la toma de conciencia de que es un simbolismo de la trascendencia que relativiza todas nuestras imágenes sobre Dios. Ha cambiado la concepción espacial y temporal de los hombres, y con ella el significado de las expresiones antropomórficas religiosas. Tampoco es posible seguir comprendiendo tradicionalmente predicados, que forman parte del imaginario cristiano, como omnipotente, providente, omnisciente, etc. Han surgido nuevos problemas a partir de otra concepción de la antropología, del cosmos y de la historia. Mantener atributos tradicionales cuando estos han cambiado de significado, como ocurre con «persona y naturaleza», bloquea la inteligibilidad del cristianismo.
 
Lo que hoy está en crisis es Dios, que es mucho más importante que la Iglesia. Lo que da contenido a la fe en Dios no es la aceptación de una definición abstracta, sino el proyecto de vida que deriva de esa fe. ¿Qué decimos, cuando hablamos de Dios? ¿En qué creemos los cristianos? El término está vacío de contenido, porque el imaginario tradicional no resulta comprensible ni creíble, y porque no hemos sido capaces de darle contenido. Su vaguedad permite que haya un consenso nominal entre los cristianos, aunque en la realidad concreta se tenga una visión diferente de lo que significa Dios y la identidad cristiana. Es un concepto vago y genérico, que permite que dos personas con concepciones contrarias de la vida, proyectos de sentido opuestos, y comportamientos dispares, puedan referirse al mismo Dios cristiano, que cada uno entiende a su manera. La indeterminación de la palabra solo cobra contenido cuando se refiere a los proyectos de sentido que se viven. Por eso personas creyentes pueden sentirse más cercanas de otras que no lo son, pero que tienen un proyecto de vida compatible con el propio, que de otros cristianos que viven la vida de forma opuesta. No es el credo doctrinal lo último que une sino una forma de vida y unos proyectos concordantes.

Desmitificación de la teología
 
Hay que continuar con la desmitificación de la Biblia y también con la de los contenidos dogmáticos. Es necesario replantear los viejos tratados divinos, como la unidad y trinidad de Dios, ya que las formulaciones tradicionales son hoy ininteligibles, y cuando se comprenden resultan poco creíbles. Esta reforma del concepto divino está vinculada a lo que es el centro mismo del cristianismo, la fe en Jesucristo. La fe en Dios está mediada por la fe en Cristo, sin la segunda pierde significado la primera. No se cree en Dios abstracto, ni se pretende haber alcanzado a la divinidad, cuyo misterio defienden las religiones. Dios es inalcanzable al ser humano, por eso se critica a una fe que no puede identificar claramente su término y que no puede corroborarse empírica e históricamente. Pero eso no ocurre, si se afirma que la fe en Jesucristo es la primera  y la que media para creer en Dios.

Se llega a la divinidad desde la humanidad de Jesús, en lugar de partir de una representación previa de la divinidad, la que ofrece la cultura y la religión, para luego encajar en ella a Jesús de Nazaret. La historia de Jesús es la que determina los contenidos de la fe. Todo lo que se diga luego sobre Dios y sobre el mismo Cristo resucitado, el que se revela tras su muerte, tiene que ser compatible con la vida y obra del Jesús de la historia. No hay que olvidar tampoco que él, en cuanto personaje histórico, está marcado por su cultura, tradiciones y contexto histórico. Hay que distinguir siempre la intencionalidad y significado de lo que dice, de su forma de expresarlo que está condicionada culturalmente. Por eso, no se trata de copiar los hechos que se relatan sino de inspirarse en ellos y actualizarlos en el presente.
 
Se hace de un personaje histórico el mediador fundamental para encontrar lo divino. La gran tentación católica siempre ha consistido en devaluar la humanidad de Jesús para así defender mejor la divinidad de Cristo. Pero hablar del hijo de Dios marginando que es el hijo del hombre, implica falsear el cristianismo y caer en el idealismo religioso. Según la cristología, así la teo-logía. Pero, a su vez, la cristo-logía depende de la jesu-logía. Cristo resucitado no puede suplantar a Jesús y convertirse aisladamente en el núcleo del cristianismo. Las interpretaciones cristológicas dependen de quien y cómo fue Jesús, cuya vida es tan fundamental como los juicios de valor sobre el significado de su muerte y resurrección. El cristianismo no puede mantenerse como una religión post mortem, cuya validez última se juega en el más allá. Por eso hay que centrar el cristianismo en la persona de Jesús y en la interpretación que ofrece de la vida. Solo desde ella, se puede hablar de la esperanza de salvación ante la muerte y el anuncio de su resurrección, que genera esperanza en los crucificados de este mundo. El anuncio de la resurrección corresponde al ansia de supervivencia, al sentido de la vida y al déficit de justicia que todos experimentamos. La teodicea sigue siendo un problema crucial para las religiones. Es el concepto global de salvación el que ha cambiado, que ya no se centra en el más allá de la muerte, sino en cómo contribuyen las religiones a los proyectos de vida. Si Dios no salva en la historia, la única que podemos evaluar, resulta poco plausible la esperanza en la vida eterna. La contribución del cristianismo a la salvación actual del ser humano es lo determinante (cfr. Estrada 2013).
 
La religión cristiana no puede ser una mera confesión de ultratumba, a costa de la salvación histórica. El anuncio de la resurrección confirma el proyecto de Jesús, el cual puede tener significación en nuestro momento cultural. Creer en Dios es siempre inverificable, pero no lo es la forma de vida que adoptan los cristianos, inspirándose en el mensaje, en los hechos y en la vida de Cristo. Salvarse se actualiza como un proyecto de vida, el cual se puede analizar y evaluar. Y desde ahí tiene que irradiar el cristianismo en la cultura, conjugando la esperanza humana ante la finitud y la muerte, con el compromiso ético y un proyecto de sentido. En este contexto, el cristianismo es una religión del más acá, y puede contribuir al progreso humano. La fe sigue siendo una opción libre, pero cobra significado cuando genera una forma de vivir. Lo más determinante no son los contenidos religiosos relativos a prácticas, ritos y disciplinas, en su casi totalidad obra de la Iglesia, aunque se inspiren en tradiciones evangélicas. Lo determinante es el plan de vida que se adopta y las experiencias en que se basa.
 
Las motivaciones de  Jesús, sus luchas, los valores fundamentales de su visión del mundo, resumidas en el sermón del monte y las bienaventuranzas, siguen inspirando a sus seguidores. En ese marco, puede jugar un papel relevante en la sociedad actual e irradiar sobre ella. Una religión que no se hace presente en la vida, y que no tiene consecuencias sociales, culturales y políticas no tiene validez. Ahí es donde las religiones tienen que jugar un papel como instancias de sentido para todos. Pero les hace falta una reconversión de creencias e instituciones, para afrontar la indiferencia religiosa actual. Más que los problemas que conlleva la creencia en un Dios trascendente e inverificable, hay que incidir en que carecen de un proyecto de sentido y un plan de vida viable, que sea compatible con una ciudadanía moderna y participativa. La cultura católica tradicional no puede asumir ese reto y necesita ser transformada para ubicarla en una sociedad marcada por la Ilustración, la secularización, el pluralismo y la democracia. De ahí depende el futuro de las religiones y, en buena parte, el de nuestra sociedad.

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Notas:

[1]  En este artículo reflejamos ideas trabajadas en el Grupo de Investigación «Antropología y Filosofía» (SEJ126), Universidad de Granada, de la Junta de Andalucía (España).

[2] Actualmente hay más de diez mil religiones en el mundo y no es posible una definición que las abarque a todas, sobre todo las teístas respecto de las otras (cfr. Barrett 2011).

[3] Quintanilla parte de la ciencia, que construye un modelo para las creaciones culturales. Lo que no encaje en esta perspectiva operativa, es anticientífico o sencillamente arcaico, obsoleto. Hay un cierre epistemológico del sistema científico, que involucra las categorías culturales. Hay términos incompatibles con la mentalidad científica, por tanto carentes de credibilidad (ángeles, espíritus, dioses, etc.). Lo mismo ocurre con acciones, como la «invocación, la revelación, la inspiración, etc.», que no tienen lugar en un sistema científico. La demarcación científica restringe lo cultural (Quintanilla 1976: 80-85).

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