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Sobre la voluntad del gusano y la voluntad trascendente

La vehemencia por vivir o la irracional tendencia evolutiva a la vida ha sido atribuida por filósofos como Sohopenhauer a una voluntad trascendente. Podría ser esta, de hecho, la mayor y más clara representación de una esencia trascendente, en el proceso global que observamos en el universo. Este planteamiento se ha visto sorprendentemente correlacionado una y otra vez con el desarrollo moderno de la ciencia acontecido en los siglos XX y XXI. Por tanto, aunque humanismo y ciencia parezcan disciplinas tradicionalmente destinadas a no entenderse, no necesariamente tiene que ser así. Por Samuel Graván.

Sobre la voluntad del gusano y la voluntad trascendente

«No hay derecho ninguno ni a la existencia, ni al trabajo, ni a la felicidad: el destino del hombre no se distingue del destino del más vil gusano.» (Friedrich Nietzsche. Aforismo 753 de Voluntad de Poder).

Una mañana, mientras arreglaba un poco el jardín de mi casa, me topé con un gusano de tierra. Lo arrastré descuidadamente con el cepillo varia veces, hasta que en un momento dado me llamó la atención  el arrebato con el que se resistía a morir. Esa vehemencia puede no parecer tan sorprendente a primera vista, ya que es algo que vemos a diario en cada uno de los seres vivos del planeta, pero fue, de hecho, la observación capital que llevó a Schopenhauer  a filosofar sobre la posible existencia de una voluntad trascendente cuya representación residiría en cada uno de los individuos del mundo.

Una Voluntad que, por otra parte, pensó como irracional, pura espontaneidad que no perseguiría nada en concreto, salvo satisfacer, mediante sus diversas representaciones en el mundo un ciego deseo por el ser y existir. Ese sería, pues, el origen del fervor existencial que esa mañana observé en el gusano; algo así como el reflejo de una supuesta esencia trascendente y compartida por todos los seres vivos (y no vivos) del mundo.  

Ahora bien, ¿por qué propuso el autor que esta hipotética esencia común era irracional? Pues por simple y llana observación. Ya fuera buscando en los hechos externos del mundo, o mediante la introspección en su propia persona, Schopenhauer no consiguió distinguir una finalidad racional para los actos naturales más allá de la ciega  y vehemente lucha por el ser, y por satisfacer los designios del ser.

En el caso introspectivo del hombre, por ejemplo, el filósofo argumentó que es evidente que todos sabemos lo que queremos, y también que todos luchamos sin dudar por eso que queremos pero, sorprendentemente, nadie parece saber por qué queremos precisamente lo que queremos, ni tampoco parece que haya ninguna finalidad racional esencial detrás de esos imperiosos deseos que de continuo necesitamos saciar.

No, concluyó Schopenhauer. Si finalmente todos los seres vivos poseen una Voluntad común de la que son reflejo en el mundo, dicha causa compartida  no podía ser racional, puesto que no observaba racionalidad alguna en los designios de ningún fenómeno del mundo. Por mucho que experimentaba, siempre todo se reducía a la misma vehemente inquietud por el ser y el permanecer siendo; lo que le llevó a postular que esa debía ser también la propiedad esencial del ente trascendente que los engendraba: sin duda, la Voluntad sólo podía consistir en un puro acto de querer ser, por el mero hecho de ser.

Muchos podréis pensar que todo está muy bien, pero que sólo es aceptable para el filosofar del siglo XIX, época en la que no se conocía gran parte de los avances científicos del siglo XX; pero eso no es cierto. En realidad, la ciencia no ha avanzado un sólo paso más allá en la resolución de la pregunta con la que abro esta entrada: ¿por qué el gusano de mi jardín se resistió con tanto furor a desaparecer de la existencia? Veamos con detalle a qué me refiero:

Propuesta desde la biología

La propuesta de la moderna biología a esta pregunta es bastante subjetiva: a grandes rasgos, nos dice que el gusano luchaba por perpetuar la especie (o sus genes, según sea la teoría particular tomada). El ímpetu que lanzó a ese gusano a sobrevivir a toda costa, sería por tanto una especie de «deseo» por perpetuar su especie (o las instrucciones moleculares almacenadas en su ADN).

Es decir, que esa apasionada «sed» común observada en todos los seres vivos por el ser y el persistir, la biología lo achaca al común origen evolutivo de todos ellos. Si nos fijamos bien, lo que la biología ha logrado de este modo es naturalizar los hechos observados por Schopenhauer. Y aunque se podría pensar que se habría refutado así la filosofía del autor, no es ese el caso:
Cuando Schopenhauer escribe su obra, la teoría de la evolución no había aparecido (y aunque llegó a conocerla en vida, estaba ya en su senectud y no creo que la entendiera realmente); de ahí que atribuyera directamente a una voluntad trascendente ese deseo irracional por la existencia distinguible en todo ser vivo. Tas los avances en biología, ese «deseo» común pasó a describirse en función de un origen evolutivo natural.

Sin embargo, y aquí está la clave, ese origen evolutivo es un acto ciego e irracional, un proceso espontáneo y mecánico más, que no puede servir de respuesta última racional al porqué de toda ese fervor observado por el ser. La propuesta de Schopenhauer continua en pié, salvo que hay que añadir un paso intermedio más que el autor no llegó a describir. Schopenhauer supo descubrir una voluntad natural latente en todos los fenómenos del mundo, pero igualmente se puede identificar al propio proceso evolutivo en sí mismo como un fenómeno natural más, el cual podría finalmente constituir la más clara representación de la esencia trascendente de la Voluntad.

Por tanto, ese complejo fenómeno estructural que constituía el gusano de mi jardín, debía su apasionada conducta a su origen evolutivo natural; proceso evolutivo que es un acto ciego y espontáneo, y que precisamente premia sin motivo a aquellas estructuras que se afanan con mayor fuerza y vehemencia en seguir persistiendo. Es evidente que esta irracional tendencia evolutiva podría ser la mayor y más clara representación de una esencia trascendente de similares atributos.

Y hasta aquí nos lleva la propuesta  actual de la biología. Sin embargo, a pesar de que la biología se detenga aquí, incapaz de decir nada más desde su ámbito de estudio; aún podemos indagar un poco más en este asunto si sobrepasamos la esfera de la biología y descendemos dentro de las leyes físicas subyacentes a sus principios. Comprendamos cómo:

Propuesta desde la física

Hasta ahora, hemos visto que la vehemencia con la que los seres vivos se afanan a la existencia se debe al origen evolutivo de todos ellos (todos nosotros). El proceso evolutivo favorece la existencia de aquellas estructuras que más y mejor luchan por la existencia; de modo que todo ser vivo debe compartir en su ser esta ambición por permanecer, puesto que todo ser vivo comparte un mismo origen. Este es el origen natural de la voluntad (en minúsculas) que Schopenhauer supo extender con acierto a todo ser (incluido el hombre), y que también supo prever como resultado de una causa común universal, ciega e irracional (como efectivamente es la evolución).

Ahora bien, ¿qué es ese proceso evolutivo?, ¿qué lo causa, por qué ocurre y con qué intención? Desde la biología casi ni se plantean todas estas preguntas, siendo en el ámbito de la física donde intentan dar respuesta a estos interrogantes. Se postula desde la física, que la evolución es un proceso mecánico más que involucra a la materia ordinaria y al intercambio de energía, sobreentendiéndose, por lo tanto, que el conjunto de leyes y teorías físicas naturales básicas deberían poder dar respuesta, sin lugar a dudas, al origen y el desarrollo de cualquier proceso evolutivo.

La línea de investigación que trata de esclarecer qué teoría física se haya tras esta relación ente evolución y física subyacente sigue aún abierta, y aunque hay varias propuestas prometedoras; la cuestión no se encuentra en absoluto zanjada, siendo el consenso en la comunidad científica aún vago. Sin embargo, sí que parece que hay cierta unanimidad en relacionar de un modo u otro el potencial de aparición de fenómenos evolutivos complejos, con las leyes que establecen la termodinámica.

Serían pues, estas leyes termodinámicas, junto con el resto de fenómenos que estas determinan, las que posibilitarían en última instancia la evolución natural (en otras palabras: se postula que son las leyes termodinámicas las que se relacionan directamente, de algún modo, con la posibilidad de que puedan acontecer los procesos mecánicos naturales que dan lugar a los sucesos evolutivos).

Toda esta línea de pensamiento la inició en el pasado siglo Erwin Schrödinger, y ha sido revisada sucesivamente. Precisamente, hace apenas un año, se han producido avances significativos al respecto tras la generalización teórica y la formalización matemática que ha realizado un equipo de investigación del MIT liderado por el físico Jeremy England.

No se encuentra solo en el camino, muchos otros científicos lo acompañan investigando en este sentido: valga de ejemplo el caso del reputado bioquímico Nick Lane con su libro The Vital Question: Why is life the way it is?

Sea como fuere, de un modo u otro, estas teorías físicas se centran en que la aparición de cualquier estructura compleja (muy ordenada) en un entorno local, debe estar relacionada con una alta eficiencia para consumir energía y disipar calor. Es decir, que un alto orden local, debe relacionarse con la aparición de un desorden de igual grado de magnitud en un sistema más general que incluya al anterior. Más concretamente, la probabilidad de que cierta estructura compleja (muy ordenada) aparezca en el mundo, aumenta en relación directa con la capacidad y eficiencia que dicha estructura posea para consumir energía y disipar calor al entorno.

Esta postura es lógica, y parte de la base de que la termodinámica dicta que en el mundo el desorden total siempre debe ir en aumento, cosa que ocurre puesto que los fenómenos siempre tienden a suceder hacia las configuraciones con mayor cantidad de estados favorables o compatibles.

Esto ya lo formalizó Ludwig Boltzmann con una sencilla fórmula que demuestra que, por ejemplo; si suponemos que tiramos 100.000 monedas al aire, una configuración ordenada de ejemplo sería aquella compuesta por todas las monedas cayendo de cara, situación que tiene pocos estados compatibles (de hecho sólo hay 1 estado compatible con esta configuración de todas caras, conteniendo el resto de estados posibles siempre alguna cruz), por lo tanto, es muy poco probable que el mundo, al tirar las monedas, vaya a parar a una configuración ordenada como la propuesta. Mientras que es muy factible que tras lanzar todas esas monedas, todo acabe finalmente en una de las muchas configuraciones donde el número de caras y cruces son casi las mismas.

A la luz de estas consideraciones, surge entonces la pregunta sobre cómo es posible que en el mundo ocurran fenómenos astronómicamente más complejos que el anteriormente descrito con todas las monedas cayendo de cara. La respuesta es clara: son los procesos evolutivos naturales los encargados de aumentar la probabilidad de estas configuraciones ordenadas y poco numerosas. Imaginemos lo siguiente:

Vamos a volver a lanzar 100.000 monedas, pero ahora vamos a suponer que NO todas las monedas tienen el mismo valor (entrópico). Habrá monedas con valor 1, otras con valor 2, otras con valor 100, etc. Este símil viene a representar el hecho de que cada estructura macroscópica produce una cantidad distinta de entropía durante su proceso creación (al crearse una estructura, se invierte energía en el proceso mecánico subyacente; energía que se disipa en forma de calor, y la cual supone un cierto aumento concreto de desorden global).

Pues bien, la cuestión es que la probabilidad de un fenómeno complejo se calculará, no sólo a partir del orden que supone su estructura, sino también a partir de la cantidad de desorden que genere su creación y su mantenimiento en el tiempo.

Por lo tanto, al lanzar un gran número de estas monedas, la probabilidad de que 100.000 salgan cara no vendrá calculada ya sólo por la anterior fórmula de Ludwig Boltzmann (1), sino que habrá que ponderar usando el desorden generado junto con el orden total obtenido (técnicamente hablando, la fórmula (1) no aplica porque estamos tratando sistemas lejos del equilibrio térmico). De este modo, y siguiendo con el ejemplo de las monedas, si el valor entrópico medio generado por el conjunto de monedas que caen cara supera cierto valor umbral, el universo favorecería mediante la termodinámica la aparición de dichas estructuras locales ordenadas, ya que ahora se establece que el desorden neto conseguido es apto (siempre que se disponga del tiempo suficiente) para que la mejora en la probabilidad conseguida de este modo (tras ponderar) haga asequible el tiempo requerido para que dicha complejidad llegue a acontecer. Es este hecho el que ha sido recientemente formalizado matemáticamente  por el ya citado físico Jeremy England.

Se puede decir en resumen, que lo que el Universo estipula es que el desorden aumente en el tiempo continuamente, siendo indiferente el modo en que este aumento ocurra. Así, pequeñas agrupaciones locales ordenadas pueden ir surgiendo siempre que se acompañe de un aumento de mayor magnitud en el desorden global (en la fórmula (2), esto quiere decir que un bajo valor del primer término de la derecha -alta complejidad-, puede ser viable en el tiempo, siempre que los otros tres términos de ponderación sumen un valor suficientemente alto de modo tal que la magnitud neta del lado derecho de la ecuación (2) sea grande). De este modo, pequeñas variaciones estructurales que aumenten el orden local, pero que mejoren al mismo tiempo la capacidad y eficiencia de dicha estructura para generar desorden global (generalmente mediante la realización de trabajo con el consiguiente consumo de energía y disipación de calor al ambiente), se verán favorecidas por las leyes termodinámicas. ¡Y he aquí el quid de la cuestión! Es justamente este premio probabilístico el que posibilita y favorece la existencia de fenómenos de creciente complejidad gradual en el mundo. Esta tendencia física subyacente sería, pues, la explicación natural más básica para el impulso espontáneo que permite y determina cualquier proceso evolutivo observado, incluida la evolución biológica.

Sobre la voluntad del gusano y la voluntad trascendente

Propuesta desde la metafísica

En este punto, se puede decir que ya sabemos qué es objetivamente el proceso evolutivo; qué lo causa y por qué se produce. Sin duda, creo que Schopenhauer habría estado de acuerdo con esta interpretación de los hechos de haber vivido lúcido todos estos avances científicos.

Es más, se puede incluso decir que el propio Schopenhauer ya supo advertir la aparente relación existente entre la voluntad (en minúsculas) de todo ser vivo, con el ímpetu o impulso que sufren los seres inertes en su devenir (cosa que igualmente hace la ciencia moderna, al no distinguir a nivel físico diferencia alguna entre la composición y la dinámica básica de un fenómeno vivo y otro inerte). Humanismo y ciencia se abrazan así de la mano de un modo notorio y ejemplar.

Ahora bien; aunque es cierto que ya comprendemos qué es objetivamente el proceso natural evolutivo que da lugar finalmente a la vida, aún nos queda una cuestión fundamental: ¿qué son esas leyes termodinámicas en sí? o, lo que es lo mismo: ¿qué hay detrás de esa tendencia o ímpetu natural que rige y determina regularmente todo fenómeno del mundo?, ¿existe alguna entelequia trascendente que origina este ser así -y no de otro modo-? y en tal caso, ¿cuál podría ser su esencia?

Es ahora el ámbito de la física el que debe ser cruzado (como ya hicimos con la biología) si queremos avanzar en nuestro argumentar. Hagámoslo, y veamos adonde llegamos:

Este paso, como ya vimos, fue el dado por Schopenhauer cuando relacionó esta tendencia o ímpetu natural descrito en el apartado anterior, con un ente desconocido e incognoscible en esencia; un ser trascendente al mundo en que residimos. A esta trascendencia la denominó Voluntad (ahora sí, con mayúsculas), y propuso que de Ella sólo podemos vislumbrar lo que inferimos a partir de su representación en el mundo: es decir; el modo en que se comportan los fenómenos.

Con esta idea en mente, y tras un minucioso estudio fenomenológico (incluyendo la introspección en su propio ser), el maestro de Daizing finalmente descubre que todo se reduce a obedecer ciertos dictados naturales. Que todo resulta ser una ferviente y vehemente lucha por satisfacer continuas e innumerables necesidades; las cuales, por otra parte, no parecen estar motivadas por ningún fin racional concreto. En palabras del propio autor:

«Querer es esencialmente sufrir, y como vivir es querer, toda vida es por esencia dolor. Cuanto más elevado es el ser, más sufre… La vida del hombre no es más que una lucha por la existencia, con la certidumbre de resultar vencido. La vida es una cacería incesante, donde los seres, unas veces cazadores y otras cazados, se disputan las piltrafas de una horrible presa. Es una historia natural del dolor, que se resume así: querer sin motivo, sufrir siempre, luchar de continuo, y después morir… Y así sucesivamente por los siglos, de los siglos hasta que nuestro planeta se haga trizas.»  (Parerga y Paralipómena).

No cabe duda de que el mundo es tal y como lo describe Schopenhauer: los hombres crian ganado, los cuales devoran vegetales; nosotros luego devoramos al ganado. Al mismo tiempo ciertas bacterias y parásitos devoran a los hombres (cuando no son los propios hombres quienes se devoran entre sí), y ciertos hongos devoran a las bacterias, etc., etc. y así por los siglos de los siglos, mientras la Tierra aguante. Un frenesí existencial que además funciona sin un motivo racional aparente, simplemente todo sigue una obstinada voluntad por ser y existir.

A partir de esta reflexión, que podemos ver claramente que correlaciona con el hecho científico ya visto que postula que todo fenómeno evolutivo es simplemente consecuencia de una espontánea tendencia física que favorece una ciega lucha por el que mejor consume y disipa energía; Schopenhauer intenta percibir los atributos de ese supuesto ente trascendente (la Voluntad) del que el mundo sería representación.

Concluye que la Voluntad debe ser una entidad ciega de razones, cuyo único propósito es ser y existir de todas las formas imaginables, pero sin un motivo concreto más allá del de satisfacer Su irracional necesidad de ser. A parte de esto (y como buen seguidor de Immanuel Kant), el filósofo reconoce que poco más se puede decir de tal ente trascendente.

Bien es sabido, por otra parte, que los científicos normalmente renuncian a dar respuesta a esta fundamental cuestión a la que hemos llegado: ¿qué son esas leyes termodinámicas en sí? Puesto que hemos visto que el origen natural último de la vehemencia observada en las estructuras complejas por la existencia reside finalmente en estas leyes, ¿qué causa u origina, pues, que las regularidades fenoménicas del mundo (es decir; las leyes) sean precisamente tal y como las observamos? Normalmente, la ciencia ante tales cuestiones se afana en tomar la postura del llamado principio antrópico: en resumen, se trata de argumentar que si el universo siguiese otras regularidades fenoménicas distintas, probablemente no sería apto para que pudiera surgir en él un ser lo suficiente complejo como para adquirir conciencia y preguntarse sobre el porqué de las leyes.

Por lo tanto, según esta postura, las leyes impelen necesidad de ser, porque de otro modo no podrían existir seres que observasen dicha ansia por el ser. Pero es indudable que nos encontramos ante un círculo vicioso que en el fondo no dice nada del asunto: ¡ya sabemos que son las leyes las que determinan en los fenómenos complejos la obstinación por permanecer, y es evidente que si las leyes no fuesen tales, no habría en el mundo tales seres!, ¡pero es que eso no explica en concreto qué son esas leyes en sí! El principio antrópico por sí solo no dice nada sobre la posible causa u origen subyacente a las propias leyes.

Ante este problema, los científicos se afanan en reforzar la postura del principio antrópico en un intento por solventar esta dificultad. Y como es indiscutible que la ciencia siempre tiende a evitar postular cualquier trascendencia como apoyo explicativo, a los científicos nos les queda más remedio que negar, por principio, que las leyes naturales del mundo sean únicas o estáticas. Porque claro, si, por ejemplo; las leyes termodinámicas están determinadas a ser tal y como son, es ineludible dar respuesta a la pregunta sobre por qué (causa y origen) dicha termodinámica es así y no de otro modo –o directamente no es-, pero si, por el contrario, se postula con la posibilidad de mutación o variabilidad en las propias leyes, ya sea que las regularidades fenoménicas cambien en el tiempo (ver más adelante la descripción de la propuesta de los eternos eones), o que lo hagan en el espacio (véase a continuación la propuesta del multiverso), inmediatamente se evita tener que dar explicación a la causa u origen de las leyes observadas, ya que se niega que dichas leyes estén determinadas por nada a ser precisamente las que son y del modo que son.

Por consiguiente, se propugna desde la ciencia (aún sin pruebas empíricas directas, y usando vagas derivaciones de física teórica), que las leyes son como son…pero que pueden ser de otro modo. En este sentido, se especula hace tiempo con la idea del multiverso. Según esta hipótesis, nuestro mundo no sería único, sino que habría muchos otros universos independientes y, en principio, indetectables empíricamente.

Cada uno de estos mundos alternativos tendrían, además, su propio y particular conjunto de leyes distintas. Por lo tanto, en algunos universos (como el nuestro) las leyes físicas serían tales que permiten la aparición de seres complejos con una vehemente necesidad por el ser, mientras que en otros no ocurrirán tales fenómenos. Mediante esta conjetura, las leyes de nuestro mundo serían así un subconjunto del conjunto de leyes potencialmente posibles del multiverso.

Este es el modo en que la ciencia pretende evadir la respuesta sobre la causa última que determina nuestras regularidades físicas: nada externo determina nuestras leyes, dicen; simplemente son parte de una realidad física más amplia. No se puede negar que es un paso inteligente (sin duda filosófico más que científico), pero no es para nada suficiente, porque aún deben dar respuesta a la cuestión sobre qué es esa realidad más amplia (el multiverso) en sí: ¿qué es ese potencial conjunto de leyes posibles para los universos burbuja?, ¿qué causa y origina ese multiverso?, ¿qué determina el potencial de leyes posibles para esa realidad extendida?

Sin duda, bien podría no haber existido nada, o quizás ese supuesto multiverso podría haber sido de otro modo muy distinto; pero no es ese el caso: vemos que hay algo (el multiverso), y vemos que es de un modo muy determinado (capaz de generar universos con leyes como las nuestras); y por lo tanto, se requiere aún de una explicación. Es evidente que esta postura en realidad no explica nada. Es sólo un pequeño paso atrás, en un intento por sortear la cuestión.

Otra corriente cosmológica (liderada tradicionalmente por Roger Penrose), propone una hipótesis similar en su intento por soslayar una causa trascendente para dar cuenta del problema. En este caso, en lugar de extender el espacio para permitir la mutabilidad de las leyes (en un multiverso), se propone una variabilidad de las mismas en el tiempo.

Se trata de especular con el eterno devenir de un único universo (el nuestro), el cual sufre cambios cíclicos en las regularidades fenoménicas. Es decir; que según transcurre el tiempo en el mundo, se producen ciclos temporales que poseen una serie de leyes físicas diferentes (a cada ciclo se le suele denominar eón). Esto supone que, al variar las leyes y ser el universo eterno, es cuestión de tiempo que las leyes concretas de ciertos eones sean tales que permitan la aparición de seres afanados por permanecer en la existencia (obedeciendo leyes similares a la termodinámica de nuestro supuesto eón).

De nuevo se evita así, sortear una respuesta sobre la causa última que determina las regularidades físicas observadas: nada externo determina nuestras leyes, dirán; simplemente son parte de una realidad temporal más amplia.

Otra postura (de momento filosófica) muy ingeniosa, pero que adolece del mismo problema que el caso del multiverso: ¿qué son en sí ese conjunto de leyes posibles para los distintos eones?, ¿qué causa y origina nuestro eterno Universo?, ¿qué determina en sí su comportamiento variable y las potenciales leyes permitidas? En resumidas cuentas: ¿por qué es ese eterno Universo como es, en lugar de ser de otro modo (o simplemente no ser)? Tampoco lo explican. Se observa de nuevo ese pasito atrás que pretende eludir la cuestión. La ciencia se atasca en este asunto, aun cuando hace filosofía disfrazada.

Esta claudicación científica favorece el intento de rescate por parte de las diversas propuestas de la razón pura, que se proclaman salvadoras del conocimiento último del ser. Pero hace ya mucho (desde que Kant formalizó el asunto para ser concretos) que se comprende lo inútil de esta enmienda. Sin apoyo empírico, todo y nada es posible y en igualdad de condiciones, por lo que poco avance habrá en el conocimiento del asunto por esta parte. La subjetividad se hace dueña, y las propuestas teológicas terminan finalmente a las órdenes de la «Verdad» revelada de turno. Algunos teólogos (normalmente los más honestos), se rinden a la evidencia experimental y aceptan todo lo que la ciencia dice, justo hasta llegar al punto en que nos hemos preguntado arriba sobre el porqué de la propia física. Ahí sacan pecho…y finalmente especulan con lo que les conviene:

No se molestan, como hiciera Schopenhauer, en pretender inferir los atributos de una posible trascendencia a partir de los hechos empíricos del mundo; sino que literalmente se inventan lo que necesitan creer: si sufren y sienten dolor; y si además son conscientes del sinsentido de la lucha insoslayable por el mero ser, ellos sienten y desean que un Padre celestial les consuele y les gratifique con otra realidad mejor. Proponen, por consiguiente, una transcendencia humanizada que supla el consuelo que les falta, y la justicia que no observan. En palabras de Sigmund Freud:

«Sería muy simpático que existiera Dios, que hubiese creado el mundo y fuese una benevolente providencia; que existieran un orden moral en el universo y una vida futura; pero es un hecho muy sorprendente el que todo esto sea exactamente lo que nosotros nos sentimos obligados a desear que exista.»
Ante la realidad pésima del mundo, ellos hacen los malabares necesarios para sacar consuelo del destino más cruel imaginable. Un paradójico pataleo existencial, claro signo de la debilidad y dolor.

Sobre la voluntad del gusano y la voluntad trascendente

¿Entonces qué?

Pues, siendo realistas, e intentando ser congruentes con los hechos, tenemos cuatro vías lógicas que seguir para responder sobre la causa última para la observada obcecación por el ser.

Dejando de lado todas las propuestas de fantasía, ideadas desde la razón pura a imagen y semejanza de las necesidades humanas y de su necesitado consuelo; probablemente sean cuatro los grupos explicativos que puedan englobar  el grueso de posibilidades para la pregunta que inició este artículo: el hecho de la vehemencia con la que el gusano de mi jardín luchaba por su existencia. Estos grupos serían:

1º) Existe un ente trascendente, pero es un ser irracional y ciego de sentidos, el cual espontáneamente dio lugar al sinsentido de mundo que observamos. De este modo, el arrebato existencial observado en los fenómenos complejos aparecidos gracias al proceso evolutivo  determinado por la termodinámica, sería así una mera representación de un trascendente e irracional deseo por el solo ser. Esta postura es la tomada, por ejemplo, en Schopenhauer, con su Voluntad.

2º) Existe un ente trascendente y es un ser racional. Este ser, por algún motivo oculto, dio lugar a nuestro mundo; pero se mantiene indiferente al destino de los fenómenos del mismo. Esta postura, por ejemplo, es la tomada por Mainländer con su Dios redentor. Según Philipp Mainländer, Dios fue un ente trascendente racional, cuyo hastío existencial lo llevaron a desear abandonar el ser, cosa que sólo pudo lograr mediante su autoaniquilación: la historia universal sería así la oscura agonía de esos fragmentos que se irán apagando conforme la segunda ley de la termodinámica haga su trabajo (¡qué bien cuadra su postura con la teoría física que habla de la muerte térmica del universo!).

Otra hipótesis de este grupo, podría ser la de que un ente (o entes) trascendentes han creado nuestro mundo con algún propósito instrumental determinado: quizás nuestro universo sea sólo una enorme máquina que suple de energía térmica una realidad externa superior.

De ahí podría venir la necesidad física observada por el aumento constante de entropía: ¿quién sabe? La hipótesis de Matrix también tiene cabida aquí: nuestro universo podría no ser más que el producto de la computación de un ordenador trascendental. Si fuera este el caso, sería el ente trascendental que crea ese computador el ser racional de oscuras intenciones.

3º) No existe nada trascendente. Lo que hay es sólo un conjunto potencial de leyes (las del multiverso, por ejemplo), que son y siempre han sido como son, y las cuales dan lugar a todo tipo de fenómenos, incluida la vida (panteísmo). No hay razón ni motivo más allá, todo simplemente es como es. En este grupo caben las tradicionales propuestas cosmológicas, y  es la opción que suelen tomar los hombres de ciencia cuando se dedican a filosofar.  Se especula con que las cosas son como son, y que nada externo a la realidad del mundo influye para nada en la propia realidad. Por lo tanto, las leyes serían procesos autónomos, espontáneos e irracionales, por lo que los fenómenos que éstas constituyen no pueden poseer, en esencia, ningún sentido o finalidad: es decir; que del mismo modo los fenómenos del mundo son simplemente como son, sin ningún motivo ni destino concreto más allá del propio ser por el ser. Este grupo conduce a que la historia del dolor y el sufrimiento experimentado; la historia de toda la exaltación por existir, caigan en el absurdo saco del ser así porque así debe ser, y punto.

4º) La respuesta sobre la causa esencial que empujaba al gusano de mi jardín a luchar por su existencia es incognoscible. Habrá o no habrá respuesta más allá de la física, pero tal respuesta, de existir, no es abarcable por la razón humana. Esta postura lleva al paradójico sentimiento de que un ser racional consciente como es el ser humano, no sea capaz, al mismo tiempo, de dar una respuesta desde la propia razón a la causa de su ser y su cruel destino. De este modo el hombre, ante la búsqueda de una razón para el desconsuelo de su fatal fortuna, se encuentra restringido a la ignorancia.

Esta situación se transforma finalmente en un sentimiento de absurdo por el mundo y por la existencia en sí misma. Un proceder argumental similar (usando también en parte las conclusiones del punto 3º), fueron las que guiaron a Albert Camus en su filosofía del absurdo.

Conclusión

La conclusión para todo este proceso argumental, a pesar de poseer una naturaleza eminentemente subjetiva, no deja por eso de poder encuadrarse dentro de ciertas categorías antrópicas. En concreto, creo que todo puede verse en parte determinado según sea el nivel o grado de sufrimiento personal, y también por la capacidad empática de la persona que reflexione sobre el tema.

Si el que piensa el asunto es, por ejemplo, un tipo de persona fuertemente optimista por naturaleza, que filosofa sobre lo bonita que (también) es (en parte) la vida, leyendo un libro al sol en la barra de un bar, mientras se zampa una hamburguesa con un refresco en la mano; pues quizás todo lo dicho hasta ahora no le parezca de mucha importancia, y puede que ni siquiera de interés. Sin embargo, si el que reflexiona es alguien que padece un gran dolor; o es alguien que posee un alto nivel de empatía para con el prójimo, y que es además consciente de la pésima realidad que padecen miles de millones de personas (y, por qué no, también millones de otros animales), los cuales viven en la desesperanza; padeciendo el sufrimiento y la muerte por sed y hambre; por guerras e injusticias; que viven y sufren enfermas y con miedo, entonces, lo anteriormente dicho sí que va a parecer importante y crucial. Y es que, siendo honestos, lo mínimo que se merecen todos los seres que actualmente sufren y padecen (y también los que ya padecieron y perecieron), es al menos una profunda reflexión por el motivo de su destino.

Antes apuntamos que, posiblemente, la respuesta sobre la causa última que buscamos se encuentre dentro de uno de los cuatro grupos que arriba postulamos. Veamos que podemos concluir según pertenezca la Verdadera respuesta a uno u otro grupo:

Si es la postura del primer o del tercer grupo la correcta (es decir; no hay trascendencia o, sí la hay, es un ente irracional), la realidad, en un sentido antrópico, sería total y absolutamente pésima; ya que no habría ningún sentido o finalidad para toda la lucha y el dolor observado en el mundo. Esta falta de un fin racional no sería ya sólo a nivel natural (cosa que desde Darwin más o menos todos aceptan), sino también en un orden sobrenatural.

El sufrimiento sería, pues, algo no motivado y por lo tanto racionalmente injustificado a todos los niveles. La vehemencia con la que hacemos frente a la existencia se encontraría carente de significado racional: los seres complejos lucharían y sufrirían por el simple hecho de ser y seguir siendo (con la certidumbre de resultar vencidos, como diría Schopenhauer). Ciertamente, sólo un enfermizo e irracional optimismo programado evolutivamente en nuestro cerebro (léase al respecto, el estudio de la científica Tali Sharot), puede hacer a una persona no ver estos hechos como síntomas de una triste y deplorable realidad.

Si, por el contrario, finalmente existe una trascendencia y la conforma un ser (o seres)  racionales, la situación no es mucho mejor. Si este es el caso; detrás de todo este paripé de mundo, habría una intención que determinaría que todo sea del modo en que es. Y parece de perogrullo que tal racionalidad trascendente, de existir, no puede más que esconder un oscuro sadismo, una cruel indiferencia ante su creación, o una motivación instrumental mediante la que lograr algún fin concreto (algo similar a como en occidente nos aprovechamos del tercer mundo para mejorar nuestras vidas, ignorando el sufrimiento que les ocasionamos a ellos por conveniencia). Y no, no es congruente que dicha racionalidad sea un poderoso y preocupado creador, y que al mismo tiempo permanezca sin hacer nada, sentado  en una silla Celestial mientras un niño muere, por ejemplo; de cáncer cerebral.

Es una propuesta  ridícula e ilógica; y la triquiñuela de achacar esta incongruencia a un «misterio», me parece personalmente el absurdo elevado a su máxima expresión. No hay argumento lógico capaz de justificar el acto de crueldad y perversión que supone la creación racional trascendente de un mundo como el nuestro (de ahí la salida desesperada del “misterio”). Si el mundo ha sido  racionalmente diseñado, dicho creador no merece más que odio y desprecio por haber hecho las cosas tal y como son.

Finalmente, si se da el caso de que haya algo parecido a una trascendencia, pero que su realidad escape de la capacidad de compresión racional humana, tampoco parece haber lugar para el consuelo. Cualquier «motivo» o «causa» que escape a la inteligencia humana, no puede estar relaciona directamente con la propia vida humana. Es decir; que si el hecho trascendente que da lugar a este mundo no es abarcable por nuestra mente, es muy probable que no exista un motivo racional que esté relacionado con nuestro ser concreto y, por lo tanto, dicha trascendencia será posiblemente indiferente a nuestro destino.

En tal caso, lo dicho antes respecto del primer o tercer grupo viene al caso de nuevo, o; como poco, aplica la filosofía del absurdo de Albert Camus: el hecho de no poder dar respuesta desde la razón humana a la causa última de nuestro certero y fatal destino, terminado nuestra búsqueda racional en un obligado sinsentido, conduciría a un sentimiento de absurdo por el mundo y por la existencia en sí mismas. Sufrimos, padecemos, y necesitamos saber por qué, pero al mismo tiempo nos encontramos limitados a la ignorancia: es absurdo, ridículo, y, por supuesto, muy cruel.  

El optimismo es sólo una ilusión evolutivamente estable porque, sea como fuere, cuando estudiamos de un modo honesto y objetivo el destino del gusano humano, no queda lugar más que para la pésima constatación de nuestra situación en la realidad.

 

Artículo elaborado por Samuel Graván Pérez, Ingeniero por la Universidad de Cádiz y colaborador de Tendencias21 de las Religiones.
 

 

RedacciónT21

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